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Tulio Halperín Donghi
parte 1Parte 1 Apuntes para una dilemática Los dilemas exigen una decisión, los problemas una solución. Halperín hace una historia política de la Argentina entendida como una serie de acontecimientos en los que las decisiones tienen un costo. Es una historia de pérdidas. Se podrá decir que también de beneficios, pero para eso habría que hacer un balance, y el historiador lo hará, en especial en los últimos libros y en reportajes recientes. Es difícil hablar de método para caracterizar la perspectiva que encara Halperín en sus investigaciones. Sus libros no son todos iguales, los hay de neto corte académico con predominancia del archivo, y otros ensayísticos y polémicos. Raúl Fradkin afirma que en su obra hay una influencia de Fernand Braudel, el tutor de tesis del doctorado de Halperín en la Escuela de Altos Estudios de París. Ella se muestra en una concepción de la historia como un entralazado de conjuntos y su derivación en series. Sin embargo, más allá de la búsqueda de una epistemología en realidad ausente y difusa aún en estado práctico, prefiero visualizar a los textos del historiador como uno de los frescos del mejicano Rivera. Es un gran relato sin sentido unificador. Los sucesos se muestran en su despliegue y se juntan y sueltan, se enlazan y se separan, marcan rupturas o presentan retornos, en un muestrario de conflictos de variada naturaleza. No hay determinaciones causales económicas ni de naturaleza mecánica o dialéctica. Nada se sintetiza, ni el movimiento de la historia asciende paso a paso a un escalón superador ni a una síntesis final. Tampoco hay repetición de figuras o motivos. El encanto de la historia reside en que nada se repite salvo las pasiones. La racionalidad es histórica. Los modos en que los hombres diagraman su acción, las condiciones en que lo hacen, las estrategias que programan, muestran una inventiva inacabable. Tiene la riqueza del lenguaje y de su modelo generativo. Pero las pasiones se condensan y se repiten. La voluntad de poder, la defensa de lo adquirido, el miedo a perderlo todo, a morir, las envidias y los celos, la defensa del honor y de la dignidad, la lucha por el reconocimiento, el motor de la supervivencia, atraviesan el campo de la historia y no la dejan descansar en la paz lógica. Fradkin ( Discutir Halperín ) separa dos escrituras de la historia. Una de corte analítico y otra narrativo. Es una separación discutible ya que la seduccción del relato histórico reside en el talento de hacer del análisis una narración atractiva. Es el componente de “intriga” de la exposición literaria de la historia de la que habla Paul Veyne, y que él lleva a cabo con singular talento.
Afirma también que la escritura analítica es más arriesgada ya que los conceptos deben ser explicitados por lo que no pueden eludir su puesta al desnudo en la arena pública. Por el contrario, subraya, la fascinación narrativa puede ser engañosa y distraernos de las obligaciones de la objetividad. Nuevamente un binarismo de autodefensa. El temor ante los encantos de la sofística puede ser una excusa ante una mala escritura y la pésima presentación literaria a la que nos quiere acostumbrar el estilo documentalista. La escritura es la materia del historiador. Su invitable desafío. El mismo Fradkin se siente atraído por este aspecto en su libro Fusilaron a Dorrego, en el que mima un relato de erudición invisible que se pretende ajustado a los hechos históricos con muy pocas referencias a colegas y documentos.
En Halperín hay una prosa extraña. Sus lectores se quejan de la longitud de sus frases pletóricas de subordinadas. Puede llevar un cierto esfuerzo hacerse al ritmo escritural de su lengua. A veces parecen frases escritas en un latín que nos obliga al terminar la oración, volver a su inicio por haber olvidado de qué se estaba hablando. En su último libro autobiográfico Son memorias, su estilo adquiere una singular belleza y resalta su juego literario. Desprendido de la confrontación con el orden de los documentos y de la constricción de la historia colectiva, se permite la intromisión del capricho de la memoria personal y de la arbitrariedad de los detalles personales que acortan sus frases y las hacen más vivaces. Halperín ha recorrido toda la historia argentina. Lo ha hecho desde 1806, las Invasiones Inglesas, hasta hoy. Sus textos son heterogéneos. Hay materiales eruditos y otros son ensayos de actualidad, intervenciones en el campo de la política por medio de entrevistas, presentaciones de libros, etc. Si nosotros fuéramos visitantes al país que nos entrega, pasajeros de un tren llamado Argentina, ¿ qué veríamos? ¿Contemplariamos algo más que la aparición y súbita desaparición de imágenes veloces sin recuperación ninguna? Lo enunciamos de otro modo: ¿ la historia argentina tiene sentido? ¿ Podemos catalogarla como un gran relato? En la palabra sentido confluyen dos coordenadas. Por un lado designa una profundidad estable que subyace al acontecer fortuito de los hechos. Por el otro define una dirección, una inclinación o tendencia. Esta última remite a una corriente horizontal, inmanente a los acontecimientos, sin que se señale una permanencia que sobrecodica a la superficie. Por la ventana llamada Halperín emmarcada en el tren argentino, no se percibe un paisaje necesario. No hay necesidad, tampoco destino. De haberlo, la tarea de desciframiento estaría a cargo de un oráculo, un vidente, un auscultador de misterios. Tarea que fue habitual en nuestros pensadores de la década infame. Mallea, Martinez Estrada, los revisionistas, pensaban que algo había fallado en la Argentina. En un momento la Argentina se “había jodido”, como decía Vargas Llosa refiriéndose en una novela al Perú. Una fisura estructural, una grieta básica, una traición esencial, la historia argentina en términos de necesidad, remite a un origen, un pasado oculto que la razón histórica debe develar. Hay una verdad en danza. Halperín que no es brujo, simplemente dice constatar que nuestro país ha perdido el rumbo desde 1929, hace ochenta años. Estamos por cumplir el octogésimo aniversario desde que derivamos en el mar de los tiempos sin timonel ni puerto seguro. Pero si no hay necesidad, ¿qué queda entonces de una contingencia que se asoma como una colección alocada de hechos atomísticos o de un rebote de sucesos sin sentido? Los períodos de largo plazo que recorta Halperín, fragmentos temporales de unos treinta o más años, ordenan a lo sumo períodos históricos separados por cataclismos o sacudidas, temblores propios de una república sísmica, “ a fitful republic”, como cita nuestro historiador. Hay necesidad de orden. Comprender es ordenar. Pensar es elaborar una sintaxis que haga comprensible y comunicable el arsenal alfabético. Es cierto que hay lógicas locas. El filósofo Gilles Deleuze incluyó en la historia de la filosofía a la lógica de Lewis Caroll, y creó un nicho para que desplegara sus sin sentidos. La paradoja, los absurdos, las elisiones, los retruécanos, son varias las figuras retóricas que inquietan a la lógica identitaria. El dilema es una de ellas. ¿Cómo escapar al dilema sin pagar el costo al que nos obliga? ¿ Cómo sortear el precio de la incertidumbre, el riesgo del error, el de la apuesta pascaliana? Uno de los modos habituales de configurar un orden deriva de los tiempos escolásticos. Se trata de asimilar la búsqueda de una causa al señalamiento de un culpable. Causa y culpa se declinan juntas. Para este tipo de procedimiento el pensamiento binario es de gran utilidad. Si hay un culpable también hay una víctima, no solo alguien inocente sino además damnificado. En este espacio juridico el dictamen de justicia debe hacerse según criterios explícitos. Las principales víctimas de la historia argentina han sido el pueblo y la patria. Son dos entidades vejadas por la oligarquía y el imperialismo. Por otro lado, en la trinchera de en frente, las principales víctimas de la historia argentina son la razón y la civilización, y sus violadores son la barbarie y la ignorancia. Las víctimas son fundamentalmente valores. La misma noción de pueblo es un valor, no hay pueblo si no es depositario de principios éticos. Sometido, pobre, despojado, valiente, explotado, humilde, generoso. La patria es padre y madre, una voz de las alturas y una cuna con aroma a lavanda, linaje, raíz, totem, identidad fraternal, mandato divino y posibilidad de odio. Civilización y razón son valores de progreso, méritos bien ganados, distancia social justificada, higiene urbana, respeto al superior, moderación en la protesta, aceptación de las mediaciones y sometimiento a los tiempos diferidos al que obligan las instituciones republicanas, correción e insipidez. Como dice Halperín, la respetabilidad y la miseria se imponen de arriba. La dilemática es una vía filosófica para la determinación del campo de la historia. Proviene de algunas corrientes de la tradición filosófica en la que se combinan las sombras de la caverna de Platón, el azar y la necesidad en la interpretación estoica, el nominalismo medieval, la practicidad de Maquiavelo, la mirada cansada de Montaigne, el mundo de composibles leibnizianos, la inmanencia de Spinoza, y una larga lista de creadores filosóficos que se coronan con la finitud kantiana, el ateísmo teológico de Kierkegaard, el tragicismo nietzscheano y la épica marxista. Cien años después, esta enorme mochila filosófica que se nos ocurre enumerar se completa con los clásicos del siglo XX, Heidegger, Wittgenstein, Deleuze y Foucault, que enriquecerán teóricamente el escepticismo activo de nuestra modernidad occidental, actitud filosófica de la que deriva la racionalidad histórica, con la que emparentamos a Halperín, posiblemente, sin su acuerdo y a pesar suyo.
parte 2Parte 2 Fases
El realismo de los murales y la escritura de la historia no son sólo documentos, sino presentaciones en las que los condicionamientos que limitan y determinan la voluntad de los hombres, se hacen tangibles con la intensidad de sus actos. Para que haya historia debe haber una reflexión. Una nominación. Decir “estamos haciendo historia” es un deseo de perdurabilidad. Pero la praxis si no se recupera se pierde. La historia es memoria. La memoria no es una colección de recuerdos. Lo que ya fue no está esperando la barca del pescador. En toda memorización hay un querer, un desear, un necesitar. Hay un factor pulsional en ella. Volvemos atrás para encontrar una continuidad. No importa si la línea que une está discontinuada por intermitencias, vacíos, mutaciones, la continuidad no tiene por qué ser lisa, puede ser estriada, con cabos sueltos, con momentos de amnesia. Desde los griegos el logos es discurso, es decir hilo de Ariadna que une para poder ir y volver del Laberinto, emparentado con la Musa de la Memoria, Mnemosyne. La voluntad de historizar no llega a comprenderlo todo. El historiador también debe decidir, el dilema es parte de su pensamiento. No puede saturar el deseo de saber, ni suturar los inevitables enigmas. Entender el por qué de nuestro presente provoca el movimiento al pasado. Por eso no hay ciencia de la historia, el objeto del conocimiento es un híbrido temporal. No se trata de una derivación antropólica ni de una elucubración de la fenomenología filosófica basada en idealismos. De esta tradición sólo podemos recuperar la idea husserliana de una disciplina anexacta y rigurosa en la que el investigador no es un ser doble sujeto-objeto implicado en la tarea. La identidad de su labor tampoco está determinada por la consecuencia pseudopolítica de un compromiso. En una entrevista a Halperín que hizo Felipe Pigna ( 20/6/2008 ), luego de presentarlo con ambigüedad como “el más destacado historiador argentino”, cita al historiador catalán Josep Fontana que dice: “ todo trabajo de historiador es político. Nadie puede estudiar, por ejemplo, la Inquisición como si estuviera investigando la vida de los insectos, en la que se involucra. Porque, o el trabajo del historiador tiene utilidad para la gente afuera de las aulas, o no sirve para nada”. Más allá de las razones catalanas, no hacía falta citar una supuesta fuente autorizada para justificar una labor personal, también es posible defenderse solo si es necesario hacerlo. Un dilema no es una falsa opción. Historia con o sin política es una falsa opción. Un historiador que no tense hasta los extremos sus creencias y su pensamiento, que no ponga en tela de juicio la educación recibida, sus opciones ideológicas, no está preparado para la tarea filosófica del historiador: para pensar en los otros también hay que poder contra sí mismo. La ética del intelectual consiste en estar preparado para encontrar aquello que no se quería buscar. Halperín es más simple, dice que un intelectual es alguien que busca la verdad. Esta solemnidad se debe a cierto desprecio que tiene frente a quienes se yerguen en pastores de su comunidad y profetas de la opinión. Pero no deja de ser cierto esta especie de misión, siempre que la verdad no se resuma a las tablas de la ley, sino a la disposición a cambiar, a incluir lo no previsto, a no temer la complejidad, y a darle lugar a la incertidumbre que no impide decidir y tomar posición. La verdad no está allá a la espera de su descubridor moral sino una actitud de no conformismo con lo ya sabido y una necesidad irrefrenable de interrogar. No se trata de la supuesta neutralidad que hace que la Inquisición se analice con la distancia del insectólogo, ni que el especialista estudie la vida de los insectos pensando en las máquinas de tortura, son proyecciones de una psicología demasiado elemental. Dice el historiador Fernand Braudel ( Civilization matérielle, Économie et Capitalisme XV-XVIII: Le temps du monde): “ el historiador aún cuando se espanta ante tantas brutalidades, no puede sino divertirse ( amuser) con las imbricaciones calculadas y sorprendentes, hasta graciosas ( cocasses) de las compras, los cargamentos, ventas e intercambio”. El espectáculo del mundo tiene de todo, y los estados de ánimo que provoca no son uniformes. No se escribe historia con severidad, culpa y fanatismo, cuando se lo hace así, lo que se fabrica es un mito, no el antiguo, que oficiaba de imaginería fundacional, sino el moderno, que cumple la función moralizadora de la venganza y del resentimiento. Halperín en un reportaje ( Perfil 7/5/2006) ante la pregunta: - ¿ Qué opina de que el Gobierno distribuya los videos del programa “Algo habrán hecho” de Felipe Pigna? Responde: - La verdad es que yo no los vi. De todos modos, creo que la Argentina se las ha arreglado para tener una visión incoherente de su pasado. Eso me impresionó en mi visita anterior durante la campaña, con unos actos absurdos en los que la señora Kirchner arengaba a militantes del sindicato de la construcción. Ella hablaba con entusiasmo y decía: “ Somos la Argentina de Moreno, Belgrano, San Martín, y...Eva Perón.” Y entre Eva Perón y el resto no había nadie, el desierto, porque no dejó títere con cabeza. Me parece que ese sentido común histórico refleja como está el país”. Ahora las fases.
parte 3Parte 3 Melancolía En uno de sus textos referidos a Sarmiento Halperín nos dice que el maestro de maestros tenía nostalgia de las siestas coloniales que describe en sus Recuerdos de Provincia. En contraposición a la enseñanza escolar que nos habla del orden represivo del virreynato, Halperín nos da otra imagen. El orden colonial era tranquilo, equilibrado, no demasiado lujoso pero satisfactorio, autosustentable. El Virreynato tenía unos 200.000 habitantes a fines del siglo XVIII. Buenos Aires 37000, Corrientes 5000, Santa Fe 6000. Unos pocos números nos pueden ofrecer al menos el contorno de un paisaje de época. Para obtenerlo debemos comparar. Nos permite darnos una idea del tipo de vida urbana que puede llegar a tener una ciudad de unos miles de habitantes. En términos comparativos es útil poner lado a lado la población del virreynato con la de los EE.UU de América, ese hermano mayor que en la misma época lleva su propio proceso emancipador y su particular creación nacional. A fines del mismo siglo tiene una población de 2.500.000 de habitantes. Por lo general la comparación demográfica con el norte repetirá respecto de nosotros la misma proporción de diez a uno. Seguiremos de la mano de Halperín un recorrido por aspectos salientes que nos permitan hacer un bosquejo impresionista de la colonia. Los principales textos que hemos usado y que se refieren al tema son Revolución y guerra ( Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla ), Guerra y finanzas ( En los orígenes del Estado argentino), La Formación de la clase terrateniente bonaerense y De la revolución de independencia a la Confederación rosista. Estos libros también nos servirán para las próximas fases. Lo primero que nos llama la atención es la mención de las misiones jesuíticas que constituyeron un modelo económico y social. La educación de los indios fue inseparable de su servidumbre. La ambición de los jesuitas de no descuidar este mundo, la herencia de la Contrarreforma que los induce a no renunciar al saber a riesgo de perder el poder en manos de las astucias protestantes, los forma como un contingente de cartesianos del cristianismo romano. Aprenden las lenguas originales, tienen idea de cómo organizar unidades productivas, instruyen en las enseñanzas de la Biblia, en el temor de Dios, y construyen un dispositivo disciplinario estricto. Su expulsión deja una formación económica que será típica de la región, las estancias, con un número de esclavos disponibles, que una vez terminadas las misiones sufrirán una drástica disminución de producción, cabezas de ganado y población aborigen. La economía del virreynato dependía de las minas de Potosí. Desde allí partían los cargamentos de oro y de plata hacia el puerto de Buenos Aires en donde embarcaban hacia España. Se importaban desde la península las manufacturas necesarias para el consumo interno. Buenos Aires, dice Halperín, es comparable a una ciudad española de segundo orden. Sus autoridades en ciertas circunstancias toman una serie de medidas para ajustarse al escenario cambiante del comercio internacional. Ante una demanda internacional creciente de trigo que sube los precios del pan en el mercado interno, llegan a prohibir las exportaciones para contener la inflación. Esta forma de regulación de los precios internos mediante la intervención estatal sobre los productos exportables se repite en momentos en que el aumento de la demanda internacional provoca el alza de los mismos y la inflación interna. Sucede desde la época de la Colonia hasta nuestro 2008. Fenómenos como éste nos hace pensar en la frase de Belgrano que puede trasladarse a las leyes de la economía: a la naturaleza se la domina de una sola manera, obedeciéndola. El orden mercantil disfruta de una relativa prosperidad. Los vinos en Mendoza, el ganado en los llanos de La Rioja, el algodón en Catamarca, distribuyen una actividad económica en ascenso. La zona rural junto a esclavos y peones, es recorrida por personajes cuentapropistas que se hacen cargo de tareas especiales como la yerra y la doma. Cobran su trabajo y siguen viaje. La palabra “gaucho” suele usarse en la Banda Oriental para designar al villano, al matrero o cuatrero, acepción que cambiará de valor con los tiempos igualitarios de la Ilustración. Por una contraefectuación moral, gaucho será una identidad jactanciosa de un ser encarador y libre. Como lo ve el lector, procedo a una presentación impresionista, es decir desordenada y colorista, que remite a mi experiencia de lectura de los textos de Halperín. Son detalles que pintan con pincel grueso un atisbo de ciertas formas de vida de una época que nos es lejana, casi incalcanzable, si no fuera que algunos de sus rasgos perviven en zonas de nuestro país. Aún están presentes en el llamado NOA, el noroeste argentino, en ciudades como Salta, Santiago del Estero, y en la misma Córdoba, en donde el criollismo se opone con orgullo a la Buenos Aires europeizada poblada por lo que a veces insisten en llamar “los italianos”. Cada cual puede elegir los modos de exposición históricos que más le atraen. En lo que a mí respecta, deben combinar juegos de lenguaje, formas de vida y dispositivos de poder. En un lenguaje coloquial, me refiero a discursos, costumbres y poderes. Discursos son los enunciados organizados con pretensión teórica así como las manifestaciones de la opinión pública y las comunicaciones privadas, en los más variados modos de expresión: periodísticos, epistolares, legislativos, eruditos. Las formas de vida se manifiestan en las costumbres, transgresiones o singularidades de conducta, modos de vestir, comidas, relaciones familiares, arquitectura y diseño urbano, la ruralidad, el erotismo, acciones de la censura, ideales comunitarios, concepciones del espacio y del tiempo. Los dispositivos de poder abarcan el funcionamiento de las instituciones, las organizaciones que responden a intereses de sectores sociales, los aparatos de Estado, y las relaciones de correspondencia y determinación entre ellas, así como sus autonomías relativas. Cada una de estas instancias se prolongan en una serie ininterrumpida de etcéteras. Además se cruzan entre sí. Los juegos de lenguaje son parte de las formas de vida y de los dispositivos de poder sin los cuales ninguno de ellos funcionaría. Por ejemplo en una catedral el sentido trasmitido por los sermones, el funcionamiento de las autoridades eclesiásticas y la disposición de bancos, púlpito, rituales y jerarquización de los presentes, reunen todos los aspectos mencionados y marcan con sus efectos las otras instancias. Este modo de presentación de la narración histórica despliega la lectura que hace Gilles Deleuze de la problemática filosófica de Foucault en la que la luz y el lenguaje, los juegos enunciativos y las visibilidades, diagraman los espacios de poder y de saber. Para quienes se guían por la clásica tríada de clases, ideologías y Estado, esta propuesta sólo los confundirá ya que su concepción de la historia se hace con bloques abstractos cuyas determinaciones, sobredeterminaciones, acoples y forzadas separaciones, se agotan en la saturación teoricista. El miedo a la carne – para hablar como Merleau Ponty – da lugar a un formalismo exhibido a la manera de una ciencia y una estructuración lógica sin objeto. No es más que in intento de construir un vocabulario respetable, una nomenclatura con protocolo de ciencia social y de marxismo universitario. Por eso lo que nos interesa de Halperín es un cierto desorden, que en realidad son cadenas seriales que se cruzan y recortan un período. Son parte de la dilemática y de los cuadros seriados de la historia. Por lo visto el modelo del mural y también el de la novela, el contar una historia y desplegarla en toda su multiplicidad de personajes protagonistas y accesorios, situaciones alambicadas, una sonoridad polifónica, es el que a este lector place. Leer historia puede ser un viaje imaginativo, no es necesariamente un intento de probar un modelo epistemológico que jibariza los acontecimientos. Comprender, analizar, narrar, focalizar, todos los estilos de pensamiento son bienvenidos en la escritura de la historia. Volvamos a la colonia. La sociedad colonial es un entramado de castas. Entre el peninsular, lo más alto de la jerarquía, y el aborigen, el grado más bajo, hay treinta y dos grados intermedios de categorías raciales de las cuales recordamos zambos, mulatos, mestizos, blancos y negros, y nos faltan nombres para las restantes veintisiete. La figura del hidalgo persiste en el virreynato y sirve por su desprecio al trabajo y al comercio para eximir de impuestos a los peninsulares. Los americanos eran contribuyentes obligados. Se llama pobre decente al que perteneciendo a las clases altas, no tiene fortuna. Sarmiento era un pobre decente, y, según Halperín, nunca dejó de sentir esta especie de desvalorización social. Un siglo después, la acepción modifica su atributo, y la gente decente se llamará “ principal”. Uno de los modos en que el pobre decente asciende socialmente es con los estudios universitarios. La aspiración a poseer una “borla doctoral” y el hecho de obtenerla divide a los decentes. Moreno que la tenía por sus estudios en Chuquisaca puede darse el lujo de despreciar a un hombre como Rivadavia, hijo de un riquísmo comerciante gallego, por no tener estudios doctorales. En 1744 había en Buenos Aires 16,5% de negros y en 1807 30%. En Tucumán 40% en 1706, pero en esta región cuatro de cada cinco eran libres. En tiempos de la revolución de 1810 en Buenos Aires de cada diez negros nueve eran esclavos. Si tomo las cifras de Halperín, el cálculo nos da que en tiempos de las invasiones inglesas, una cuarta parte de la población porteña era esclava. Las tensiones entre castas y entre grupos sociales, animaban la siesta colonial. Era una sociedad con un estilo de vida barroco. La describe como de una imaginación aparatosa aplicada a un laberinto de ceremonias rituales. Este barroquismo se extendía a las clases populares con su pléyade de vagos y vendedores ambulantes, en un ambiente aldeano de un pueblo despreocupado, andrajoso y alegre. Para Halperín el acontecimiento que marcará una nueva época y el comienzo de la emancipación son las Invasiones Inglesas. Desde ese momento se forja una identidad americana en el Río de la Plata. Esto se debe a la militarización de la sociedad que se armó en defensa de los intereses de la corona española. Para combatir al almirante Beresford se formaron las milicias compuestas por cinco mil criollos y tres mil peninsulares . Por haber probado sus fuerzas, los americanos comenzaron a hacerse escuchar y a reiterar sus reclamos frente a las políticas discriminatorias. La caída de la dinastía borbónica y la prisión de Fernando VII, divide a los peninsulares y a los criollos entre partidarios del heredero del trono y los adeptos de su hermana Carlota. Se suceden las rebeliones como la de Chuquisaca que pone frente a frente a estas facciones.
parte 4Parte 4 Épica Mi información sobre la historia argentina no es de especialistas ni siquiera de aficionados. El saber sobre nuestro pasado ha transcurrido del mismo modo que les ha tocado a millones de niñitos argentinos, luego adolescentes de secundario, que han cantado el himno en las fiestas patrias, y que han estudiado la historia con versos de Germán Berdiales, manuales Estrada, el libro de Astolfi, que han tenido profesores varios, etc. Recuerdo que en el primer año de la secundaria del ILSE, mi profesor de historia argentina se llamaba Giúdice, debía ser abogado. Parecía un personaje de un cuadro de Delacroix, un romántico de la generación del 37 ( antes no sabía estas cosas) parado sobre el pupitre odiando a las montoneras. Era un buen profesor, fogoso, y yo, como en casi en todas las materias, no creo que entendiera la trascendencia de las cuestiones abordadas, estaba más preocupado por eximirme con un siete aunque no era ajeno a sus diatribas contra los caudillos y, si no recuerdo mal, a su admiración por Mitre. Pero como la política estaba totalmente ausente del colegio, como si viviéramos en una burbuja que en todo caso tenía ribetes fascistas ya que nos tenían adiestrados como en un cuartel, a gritos y suspensiones, en un ambiente en el que si algún idealismo había era el racista de alguno que otro Tacuara que garabetaba una cruz gamada en el baño, en fin, seguí de largo y la historia quedó allá lejos y hace tiempo. En mis pocos meses en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, cuando ingresé en la carrera de sociología, tuve en Introducción a la Historia al profesor Pérez Amuchástegui, que nos aleccionaba con teóricos sobre una insoportable dupla espirituosa formada por Rickert y Windelband y nos hacía estudiar de memoria un libro suyo. ése de la carta de Lafont y la preceptiva historiográfica, un libro por suerte no muy voluminoso acerca de la autenticidad de un documento sobre el encuentro entre Bolivar y San Martín. Parecía un curso de escribanía dado por un teniente de reserva, con sus bigotes negros y su traje a rayas. Ahora creo que podría ubicar un texto como ése en lo que se llama La Nueva Escuela historiográfica argentina que tiene que ver con Ravignani. Siempre consideré que la historia argentina del siglo XIX no tenía interés alguno para comprender los acontecimientos políticos presentes. Veía que la mayoría de los estudiosos de nuestra historia se sentían como en su casa en aquellos años, e investigaban sin pausa sobre cuestiones puntuales, hasta puntillosas, sobre los sucedido y sus protagonistas. Más aún, la guerra de interpretaciones, los odios entre sectas, se establecían con mayor fervor sobre Rivadavia, Lavalle, Paz, Rosas, Roca, la guerra del Paraguay, que sobre momentos más recientes de nuestra historia. Salvo el peronismo, pero de un modo confuso ya que la claridad pretérita que dividía las aguas de un modo simple entre peronistas y gorilas se enmarañó los últimos tiempos con nuevas divisiones e inesperados visitantes, que lo han convertido en un carro de ropavejero que lleva de todo y usado. El interés por el presente, es decir la política, me ha hecho acercarme a la historia, pero no la del siglo XIX, ni siquiera la del XX, sino la historia que considero atada a la actualidad del país, y que estimo paralela a mi vida biológica. Nací a fines de 1946, y creo que todas estas décadas vividas alcanzan para trazar las determinaciones históricas del momento actual, en realidad sobran años. Por lo tanto, aunque parezca irrisorio, la razón de la historia argentina es la razón de mi vida y viceversa. La curiosidad por la historia argentina es un mérito de algunos cultores del género que va desde los libros de divulgación histórica, biografías de próceres y de amantes de próceres, a las novelas históricas, y a su resonancia mediática en los medios audiovisuales. Félix Luna, Felipe Pigna, Pacho O ´Donnell, García Hamilton, Lanata, entre tantos, han hecho de la historia argentina un best seller. Mientras durante la década del noventa, el peronismo menemista, saluda al futuro, prometiendo a la ciudadanía que en pocos años formaríamos parte del primer mundo, y que para eso debíamos olvidar los rencores del pasado, y se abrazaba con el Almirante Rojas y se asociaba políticamente con los Alsogaray, desde el 2001, la misma furía épica se ha dirigido al pasado. Primero al 45, y luego a la década del setenta, los años gloriosos de la juventud maravillosa como gustan llamarla a los actuales gobernantes. Con la crisis de hace unos años, se ha derrumbado un mito, el de la posibilidad de una democracia parlamentaria parecida a la que funciona en los países europeos. Y se ha erigido un totem político de extremo realismo que sentencia que una vez eliminada la posibilidad de golpes de Estado militares, los únicos que pueden gobernar al país son los peronistas. La rebelión popular del 2001 busca sus culpables, y se le ha facilitado la tarea, son los menemistas y los radicales, despúes de los militares. Pero este afán de juzgamiento de los responsables de la debacle de principio del nuevo milenio, no ha cejado. Dice en una entrevista ( Perfil 2006 ) Halperín ante la pregunta: - ¿ Por qué es criticado el neorrevisionismo tan de moda? - Lo que pasa es que cuando hubo revisionismo, el primero, la idea era descabezar a unos para poner a otros. Ahora la idea es descabezar a todos. Los únicos que se salvan según esta corriente, se salvan porque son víctimas. Y así como durante el Proceso si alguien desaparecía decían “ por algo será ”, ahora resulta que si alguien tiene una estatua será porque es un miserable. - ¿ Esa visión aporta el consuelo de que los males del país son culpa siempre de otro? - Creo que tiene que ver con un descontento muy grande. Este país tuvo una promesa enorme, que en cierto momento dejó de funcionar y todo empezó a andar mal. Entonces tiene que haber culpables. Y como nosotros no podemos ser culpables, hay que buscar a quien entonces ”. La historia que construye con sus textos Halperín Donghi es política pero no porque privilegie los aspectos vinculados con los ocupantes del Estado, o con los dirigentes políticos, sino porque es la que da cuenta de la complejidad de los procesos históricos en los momentos en que se desarrollan. Estamos acostumbrados a las historias edificantes y a los modelos explicativos clarividentes que hacen a todos los actores de la historia seres de lucidez trasparente, con consciencia plena de sus actos, sujetos morales o ideológicos sin fisuras, o, si se busca convictos, hay traidores a tiempo completo, determinaciones no sólo en última instancia sino en todas las instancias, monstruos de ultramar, en suma, una película en blanco y negro y de máximo contraste. Al mismo tiempo aquellos mismos que son tan sabios respecto del pasado, cuando deben analizar el presente, balbucean banalidades periodísticas, dudan de todas las informaciones, ven maniobras por doquier sin identificar al piloto, se ven abrumados por la complejidad de la actualidad. No sin perplejidad y candor perciben las idas y venidas de los sujetos morales entre facciones políticas, declaraciones reversibles y posiciones cambiantes. Halperín es el único historiador que da cuenta del desconcierto de los sujetos históricos ante acontecimientos que no han programado y que deben enfrentar con decisiones impostergables. Muestra la realidad friccional que hace que las ideologías con frecuencia no encuentren el terreno despejado para poder aplicar sobre la sociedad toda su matricería. En los libros de Halperín, se lee la fase política de las sociedades, sus mapas estratégicos, la dinámica de sus enfrentamientos, es decir, la actualidad en la historia. La historia del presente como decía Foucault, no sólo quiere decir que nuestra actualidad tiene napas sedimentadas por el decurso temporal, sino que la historia es un presente, una actualidad viva en la que los que la viven y la protagonizan no estaban mejor armados que nosotros para entender y modificar la nuestra. Nadie contornea su propio mundo, es más fácil mirar por arriba los mundos pasados, pero son mundos sin habitantes. El Deus ex Machina del científico de la historia mueve títeres de un teatro con unidad de acción, lugar y tiempo. Halperín de acuerdo al espíritu agónico de los griegos y de los ambientes shakespearianos en los que se desarrolla la tragedia del poder, convoca nuevamente a los sujetos de la historia y vuelve a habitar los escenarios con la vida que da el fragor del presente. Estamos en los tiempos posrrevolucionarios. Se ha terminado equilibrio colonial. El Virreynato se despedaza. El oro desaparece y el cuero se adueña de la actividad económica. La recaudación de la aduana dependerá de él. Poco a poco la mula, ese formidable animal escolástico sobre quien se depositaba toda la carga, hará lugar a la vaca. Dice Halperín que entre 1810 y 1930, durante ciento veinte años, el Estado se nutrirá de la recaudación fiscal obtenida por la Aduana. Ningún otro impuesto salvo los destinados a productos de consumo popular padecerán los habitantes del país. El impuesto a los réditos sólo se establecerá con la Década Infame. Desde 1810 comienza la época de la guerra contra las fuerzas realistas, y el esfuerzo por costearla se llevará la mayor parte de los recursos disponibles, además de la gente reclutada. La presión fiscal sobre los habitantes esta vez invierte la escala de privilegios coloniales. Ahora son los peninsulares los que son especialmente gravados, mientras se exime de pago a los criollos y se tiene especial prudencia con los ingleses. La exigencia de numerario impone el lanzamiento de empréstitos y de vales de aduana para que se pueda sostener el comercio. Hay un nuevo orden mercantil en el que el puerto de Liverpool ocupará el lugar que antes tenía el de Cádiz. Posteriormente, desde Lancashire provendrán los productos textiles que se comercializarán por todo el territorio. Sin embargo, Halperín discute la tesis que sostiene que esta importación arruinará a las artesanía textiles del interior. La competencia de las mismas, afirma, nacía de la afluencia de la mercadería peruana, equiparable en calidad y precio. Los productos ingleses estaban dirigidos a consumidores con mayor poder adquisitivo. Aunque en otros textos reconoce la incidencia ( Formación de la clase...) y el daño comercial a la industria local por la importación de productos de menor costo. El desafío consiste en este momento en montar una máquina de guerra sobre la base del sistema administrativo heredado de la colonia. La guerra se hace inesperadamente larga. Uno de los fenómenos políticos destacables es el generado por Artigas, que nace en la Banda Oriental y penetra por el Litoral hasta Córdoba. El pensamiento de Artigas es igualitarista. Aboga por la distribución de tierras entre los que trabajan la tierra. Hay quienes adscriben su pensamiento a las ideas rousseaunianas, otros no quieren lamentar su ausencia del reino de Dios, y afirman que su ideario corresponde a las enseñanazas del filósofo cristiano Suárez y a la doctrina comunitaria de la Iglesia. La vida del interior del país está asolada por los saqueos, por actos de brutal vandalismo, por cazadores de ganado y las montoneras. La situación se agrava en el momento en que Gran Bretaña firma un pacto de alianza con España, y de esta manera deja a los patriotas sin la ayuda enviada hasta entonces. Presionan para que los americanos morigeren sus ímpetus de resistencia y estén más dispuestos a negociaciones. También le retacean sus contribuciones bélicas. Son tiempos de anarquía. Santa Fe proclama su autonomía. Se funda la república de Tucumán. En sólo cinco años – de 1810 a 1815 - se ha pasado de la prosperidad a la miseria. Las clases altas están en la ruina, los funcionarios viven en la incertidumbre sin horizonte de salida y los comerciantes en la zozobra económica. Las Provincias Unidas han entregado sus recursos y hombres para abastecer la empresa trasandina, al tiempo que se han desangrado en hombres y bienes. Con todo, la Asamblea del año 13, ha lanzado al mundo los símbolos de la emancipación, el gorro, el himno, y las medidas de liberación de los esclavos. Los señores de la guerra derriban el poder nacional, dueños de la riqueza, se convierten en jefes rurales, seleccionan entre los hacendados a los comandantes que manejan las tropas en los conflictos entre fuerzas regionales y entre sectores sociales de una misma región. parte 5Parte 5 Drama Halperín ha llevado a cabo la parte más “ científica ” de su obra en su investigación de los primeros cincuenta años de la historia argentina desde los tiempos coloniales hasta el fin de la república posible, momentos de la más cruenta guerra en el exterior en la que se involucró el país, la guerra del Paraguay. En los textos que corresponden a éste período da muestra de erudición contable. Los movimientos de mercaderías de la Aduana, los ingresos y egresos de Caja, las alteraciones en los derechos de importación y exportación de las mercaderías, la evolución de los salarios de los funcionarios, la relación de valor entre monedas, la proporción de vales de aduana y bonos del Estado respecto del circulante metálico, los problemas inflacionarios, etc. Estos datos le permiten trazar un cuadro social y a la vez ilustrar ciertas razones de los conflictos políticos a partir de 1820 hasta la caída de Rosas. Nos hace el favor de evitar en la presentación que hace de la época introducir los vivas y mueras de la propaganda política del momento, ni de adosarle las urgencias ideológicas de lo que llama “publicistas” en lugar de historiadores, cuando se refiere a los que ven a la historia argentina como la epopeya heroica y trágica de un pueblo elegido. Encomia la gobernación de Martín Rodriguez y de su ministro Bernardino Rivadavia. Es la administración de lo que se llamó la “feliz experiencia” y que designa como el trienio aúreo. Se conforma el Partido del Orden. Esos años, entre 1820 y 1824, Buenos Aires vive un momento de auge cultural, educativo y económico. Cuando sucede algo así es porque corre mucho dinero, hay abundancia de inversiones, obras, y la condenada especulación. Pero es difícil depurar el mundo de los negocios en sus momentos de euforia de la codicia especulativa y encuadrarla sólo en sus fines productivos, y en sus beneficios sociales. La presencia de Inglaterra mediante los empréstitos, la garantía del préstamo mediante la hipotecas de las tierras, la ley de enfiteusis que permite la concesión de las mismas y su explotación a muy bajo costo y por largo tiempo, se inscriben dentro de las maniobras especulativas. El préstamo de la casa Baring recién se terminará de pagar en 1904. Además, la política rivadaviana y de su ministro García respecto de la Banda Oriental durante la guerra con Brasil, no se destaca por su coraje ni por su patriotismo. Se la regalaban sin necesidad sólo para firmar la paz. Pero la paz era querida por muchos, para comenzar por “el modesto pacifismo de los comerciantes”, pero también por los productores rurales y la peonada. No más levas, no más batallas, no más impuestos ni más confiscaciones. Para Halperín, Rosas fue un excelente administrador. Un hombre de gran inteligencia política. Sostiene que el rosismo no se define por el terror. Ni tampoco por la defensa de la soberanía nacional, y menos por la independencia económica. En la política de Rosas hay un cuidado extremo en ordenar la economía. Por eso, agrega, el Partido federal que arma Rosas se calca sobre los principios del Partido del Orden y su intención administrativa se inspiraba en la gestión admnistrativa de la “feliz experiencia”. Hay en Halperín un respeto por quienes consiguieron ser eficientes en la conducción política más allá de banderías. Fue, ha sido y es de tal magnitud el descalabro político en la historia argentina, su fragmentación, su facciosidad, las guerras civiles, la ingobernabilidad consuetudinaria, que lograr manejar los hilos de los recursos públicos y obtener buenos resultados en lo económico, muestra una gran inteligencia y sentido de la oportunidad. Lo ve en Martín Rodriguez, en Rosas, en Roca, y A.P. Justo, en Carlos Pellegrini, y lo apreciará en dirigentes menos prominentes como Raúl Prebisch y Federico Pinedo, quienes en circunstancias apremiantes, en laberintos políticos, supieron aprovechar coyunturas internacionales favorables y disponer las fuerzas productivas y los sectores sociales para revertir las crisis y lograr objetivos de crecimiento. Desde la generación del 37 a los debates de la república verdadera ( de 1912 a 1929) y la farsa política de la república imposible ( de 1930 a 1945), Halperín percibe una fuerte dosis de irrealidad de parte de los protagonistas convencionales de la política. Desde la megalomanía ilustrada de Echeverría y compañía, al sueño disciplinario de Alberdi, el espíritu profético del irigoyenismo, el partido de las Ideas de Lisandro de la Torre, el mundo político de la argentina huye de la realidad de un país perteneciente a una zona marginal del mundo y rehace en la imaginación lo que fueron sus años de prosperidad fulminante, para enriquecerla de fantasía retrospectiva con los logros sociales del político “más pragmático” de nuestra historia política: Perón Delirios de grandeza perdida, de oportunidades magistrales por venir, un lugar en el mundo a la par de los más poderosos, desafíos gigantescos, moralismos canónicos, todo este excitante mundo bañado en retórica, necesita de una dosis de realismo. La frialdad de las estadísticas, la situación internacional y el consiguiente margen de maniobras para políticas locales, así como el interrogante de qué alternativas políticas posibles y de mínimo éxito podían llevarse a cabo en la hora de los supuestos desvíos, y, sobre todo, tomar en cuenta el escenario político heredado, sitúan los acontecimientos un poco más allá del conflicto de interpretaciones, más aún cuando están guiadas por la elegancia liberal o por la venganza nacionalista. Así es que Rosas no es un asesino a pesar de su brutalidad y crueldad, ni Rivadavia un proinglés al servicio de la oligarquía, son políticos con logros y errores, sobre quienes el historiador no juzga según el código de un tribunal de la historia. ¿ Quiere decir que el historiador Halperín es apolítico? ¿Pero qué quiere decir político y apolítico cuando se escribe historia? ¿Historia militante o historia profesional? ¿Eclecticismo o compromiso? Binarismo de parroquia. Pensar la historia es pensar una serie de complejidades. La decisión de comprometerse políticamente sólo tiene sentido en el presente. Por supuesto que se puede estar con o contra Rosas, pero ni a Rosas ni a los de la santa federación o a los unitarios exilados les importan ya las diatribas de nuestros días. Los protagonistas de la historia no diagraman acciones póstumas, ni los que vivimos hoy encontramos en ellos la clave de nuestro desconcierto. Usarlos para dirimir nuestras cuitas intestinas e irresolubles en una cruzada por conquistar la memoria como si fuera un botín, es una tarea subsidiaria. A pesar de esto, no es del todo vana en cuanto a las efemérides y al nombre de las calles. La avenida más larga se llama Rivadavia, podría llamarse Rosas, y una placita de Almagro es dable presentarla bautizada en homenaje a los Hermanos Reinafé, presuntos asesinos de Facundo Quiroga. Pero el nombre de las calles es algo extraño para el mundo peatonal. A pesar de tantos años de escolaridad, y de portar guardapolvos blancos como distintivo integrador en la identidad nacional, propongo un tour con gente de distinta edad por la ciudad de Buenos Aires. Por cualquier lugar, barrio Norte por ejemplo, la calle Coronel Diaz, y el guía le pregunta a los paseantes que le digan quién fue. Seguimos con las preguntas cuadra por cuadra: Billinghurst, Sanchez de Bustamante, Gallo...nadie responde nada, Laprida....ahí sí, hay exclamaciones...yo , yo, señor, yo sé, el que está en la tapa de mi cuaderno, sí sí, dice otro, Narciso el de la Independencia en Tucumán. La general Paz, la Juan B. Justo, no son más que dos señoras asfaltadas. Pero gracias a nuestro historiador, sabemos por uno de sus trabajos que Bulnes se llamaba Francisco y que era un ingeniero positivista avanzado el siglo XIX que tenía una peculiar interpretación de la historia de las civilizaciones. Afirmaba que los pueblos se definen por lo que comen y en la historia de los mismos los que se nutrieron de trigo vencieron a los sembradores de maíz y a los de arroz. Primero el trigo, luego el arroz y último el maíz. Pero recomienda el tofu, entre los chinos se cultiva este poroto, el de soja, que agregado al trigo fortalecerá a occidente. Ya saben cuando circulen por Bulnes que deben honrar a un visionario gastronómico. Es comprensible que las luchas ideológicas puedan también llevarse a la renomenclatura vial y a otros menesteres del terreno de la historia. Pero no debe creerse que es así en todo el mundo, por caso, el debate ideológico francés ha dejado de girar sobre el affaire Dreyfus y los intelectuales no dividen aguas sobre León Blum. Ni en en los EE.UU es crucial discutir si Adams era entregista o Jefferson un esclavista embozado. Eso ya es historia. Pero entre nosotros este “ya” no existe. No hay historia, todo es presente. Las asociaciones morenistas, los belgranistas, para no hablar de los sanmartianianos, son miembros de tribus fanatizadas. “Todo es Presente”, ése hubiera sido un buen título para una revista que acompañara a la prestigiosa de Félix Luna. Deben ser los sesenta años de peronismo, cuando treinta por ciento de todo el recorrido de un país está acompañado por una misma enunciación, se puede dar lugar a este voluntad de regresar y de sobrecodificar todo el proceso con lo que nos pica hoy, que tiñe a nuestra idiosincracia nacional. En ese sentido Halperín es un extraño, pero a la vez el primer trabajador ideológico. Batalla contra las novelas familiares de nuestra nación. Por eso dice que Rosas tuvo la inteligencia de construir un sistema político absorviendo las consecuencias de la revolución para adaptarlas a la reconstrucción económica bajo la égida de los hacendados y los exportadores. Combinó intransigencia verbal ante los poderes extranjeros con espíritu conciliador y ductilidad en las negociaciones. Rosas percibió que uno de los legados de la revolución residía en la indocilidad de las capas populares. Se hace cargo de ello por su experiencia en patrón de estancia y conocedor de la vida rural. Por eso llegó a la conclusión que la prédica de la generación del 37 era utópica ya que la solución que preconizaban suponía el gobierno de una aristocracia. Y la herencia de la emancipación, de la militarización, y de la inclusión popular en las luchas nacionales, no daba para un mandato de notables. El alzamiento campesino contra las fuerzas regulares en 1829 le da una clara señal del estado de rebelión de la mayoría del pueblo. El federalismo de Rosas se basa en la hegemonía porteña. Las provincias necesitan fondos atesorados por las aduanas de Buenos Aires, y Rosas los distribuye o retacea según su conveniencia. Su resistencia ante el bloqueo francés primero y anglofrancés después, se concilia con la reinserción de la nación en el nuevo orden mercantil internacional y sienta las bases de la futura república exportadora. No despreció a la cultura de las luces por principios de tipo filosófico, sus buenas relaciones con el orden eclesiástico, se debía a que era la única corporación letrada que para acompañarlo no le pedía concesiones extremas. Combinó la soberanía política con la dependencia económica. Cada argentino consumía treinta y seis metros de algodón inglés por año. Fue un represor brutal. Éste es el Rosas de Halperín, alguien ajeno a la alegoría del rosismo compuesta en el siglo XX. parte 6Parte 6 Lírica Llamamos lírica a esta fase porque trata del sueño de la Argentina. Vivimos de este sueño, el de la Argentina posible que enunció Alberdi. No habrá sido el único sueño de la argentinidad, pero éste es recurrente, es una fuente utópica inagotable. De perderlo, de caer en el olvido en forma definitiva, es de difícil sustitución por otro que nos devuelva una imagen tan perfecta como la elaborada por nuestros padres fundadores. Es cierto que no hay acuerdo sobre este punto. Pensar que Alberdi y Sarmiento imaginaron la mejor Argentina posible, es una opinión que a muchos les parece deleznable. El idealismo absurdo de uno y el racismo del otro, el europeísmo de uno y el norteamericanismo del otro, no son del gusto de todos. Por el contrario son el disgusto de muchos. En Una nación para el desierto argentino, Halperín nos habla de este tema. Pensar en un proyecto de un país moderno en una zona marginal del mundo, con un territorio inmenso, con apenas un millón de habitantes, con zonas absolutamente desoladas, verlo humeante con sus chimeneas y sus industrias, surcado por vías férreas, poblado por labradores industriosos, moderno, dinámico, pujante, esta visión de un tucumano y de un sanjuanino, este canto a lo Walt Whitman de nuestra argentinidad, rematará en el apesadumbrado poema nacional de José Hernández, el del jinete de las pampas perseguido por el Estado y en los especuladores de Martel. Traer gente de otras tierras, apostar por la Europa ilustrada, imitar el desparpajo yanqui, luchar contra el espíritu atrasado de la mentalidad colonial, de su letargo, de su espíritu de casta, de su ánimo rentista y anticapitalista, sacudir el sopor heredado, animarse a crecer, a llenarse de mercaderías, a explotar para arriba, éste es el sueño potenciado de la generación del 37 luego de la caída de Rosas. ¿Quién estaría encargado de llevarlo a cabo y conducirlo políticamente? Urquiza, extraño personaje, tan poco difundido, difícilmente encasillable por el maniqueísmo, personaje más bien de purgatorio, no suficientemente polemizado, apenas siquiera caricaturizado, buen gobernador, padre de cientos de vástagos, rico como el más rico, hombre de una mansión de catálogo, amigo de los brasileños, mezquino y oportunista, hombre de negocios ante todo. Con Urquiza los odios no se distribuyen con tanta equidad como con Rosas, Roca y Perón. Alberdi hace una síntesis entre el ideal ilustrado de la generación del 37 y las enseñanzas dejadas por la política de Rosas. Reconoce que logró una cierta estabilidad, que sentó las bases sobre la cual se podía constituir la república. Pero de modo especial, Rosas les enseñó a los argentinos a obedecer. Sin disciplina no hay progreso, sin orden no hay prosperidad. La idea de la Nueva Generación de que un grupo de notables en el poder tiene la capacidad de moldear la materia social y conformarla de acuerdo a un horizonte deseable, es para Halperin una muestra de una feliz ignorancia, nada docta, más bien simplona. Este deseo proviene del pensamiento de Echeverría que Halperín analiza en su primer libro, El pensamiento de Echeverría. En este texto nos señala que los ilustrados que enfrentaron al rosismo no tenía una política sino una vocación docente. Su romanticismo a diferencia del europeo sólo fue político. Parte de una idea de localismo, una propuesta de una política municipal, una federación de comunas, unidas por un pensamiento misionero, una unidad de creencias, a la manera del saintsimonismo. Un proyecto de unidad de toda la sociedad, posibilitada por la “inoculación” – tal como lo dice Echeverría – de la ideas en el pueblo. Halperín es crítico de los intentos ilustrados que se desgastan en luchas doctrinales y en la construcción de partidos de ideas. Es más afín a los que se mueven dentro de los parámetros mucho menos ideales de un contexto histórico que impone desafíos y pone en juego la pericia, la intuición y el coraje, de los hombres de la política. En cuanto a las ideas que los mueven, por lo general son germinaciones híbridas, maleables, con la suficiente amplitud para no encerrar a sus portadores en aporías morales. Son más manipulables los esquemas abstractos que la llamada plebe. Dice nuestro historiador que hacer partícipe a la ciudadanía de los sacrificios que impone un proceso de modernización, como lo cree Alberdi, manteniéndola al margen de sus beneficios, supone más que una servidumbre voluntaria, un sistema de ocultamiento de la realidad que ni los mitos pueden llegar a sostener. Para el autor de Las Bases únicamente un sistema autoritario, una monarquía vestida de república, o un rosismo ilustrado, es capaz de llevarla a cabo. Hubiera quedado algo perplejo al ver que en el siglo XX, racionalizar un Estado desquiciado y domesticar a la sociedad, en la era de las masas de la república imposible, fue llevada a cabo por las fuerzas armadas en nombre de la fe católica apostólica de Roma. Pero en la república posible de Alberdi, esta tarea no tenía ni el grupo social ni los agentes políticos acordes a la tarea. Salvo que se constituyeran en tales esa especie de tutores como los ideólogos renovadores que no eran más que herederos del letrado colonial. La tradición hispana que une en un sólo personaje al caudillo y al hombre de letras, se sobreimprime en los hombres de la Nueva Generación a pesar de haber sido los primeros en haber ungido a la Revolución de Mayo como origen y emblema de la emancipación. La noción de que los letrados tienen derecho a un lugar eminente en la sociedad se corona con el mandato de que la conducción de su mutación radical debe hacerse a través de la política. Alberdi pensaba que la instrucción masiva desencadenaría una serie de reclamos de justicia y de igualdad, reinvindicaciones permanentes, que entorpecerían el desarrollo y el crecimiento de la sociedad. Tiene una idea del “derroche”, una mentalidad en etapas, la fase económica primero, luego la política, delimitadas por la férrea autoridad de un soberano. Hay un “sinoísmo” en él, me refiero a la combinación que hoy lleva a cabo la República Popular China a través de su partido, entre el despotismo político y una dinámica capitalista, cronometrados por el Estado. Sarmiento rompe con los límites del pensamiento autoritario de Alberdi. No le tiene miedo al caos. Halperín ve en él a un predicador itinerante, algo alocado, un litigante vocacional, cautivo de sus propios excesos, pero al mismo tiempo de una visión más realista y de un proyecto más interesante que el de su coetáneo. Mientras Alberdi con su mirada hacia Europa, vive los tiempos de la restauración monárquica y de las decepciones por las derrotas de la rebeliones populares de 1848, Sarmiento tiene un modelo histórico en pleno desarrollo: los EE.UU. Para él no es una elite de letrados lo que cuenta sino una masa letrada. La comunicación escrita y su lectura es indispensable en una sociedad en la que el mercado de consumidores se informa sobre la renovada y permanente oferta de bienes. El desorden de una sociedad así sólo es pujante y enriquecedor. Es una turbulencia positiva. De sus Viajes recordamos la escena en que se deja encantar ante el espectáculo de la entrada a un salón en el que los yankis descansan con las patas sobre la mesa. Esa irreverencia es de nuevo mundo. Hombre que aún recordaba con agrado las siestas coloniales, que en su adolescencia se había opuesto a la introducción de las ideas ilustradas en defensa de la prédica de la Iglesia, con Halperín mantiene su grandeza. No aparece como un estadista ni un visionario, sino un hombre contradictorio y de ideas, de verdaderas ideas, no las de la doctrina idealista de la ilustración de la Nueva Generación, ni las que derivan de la feliz ignorancia de Alberdi, sino las de un de un país posible. En Una nación para el desierto argentino Halperín se refiere a Mitre como un gran inventor de pasados. Es un constructor de ficciones de fundación. El partido de la Libertad surge de la invención de un pasado para su provincia y para su mismo partido. La provincia de Buenos Aires que logró su unidad y hegemonía con Rosas, por decisión de Mitre se convierte en víctima del Tirano, y él en su liberador. Halperín prefiere no meterse en líos. Lo que espera un aficionado a la historia argentina, sus temas insoslayables, son la campaña del desierto y la guerra del Paraguay. Respecto de la posición que se tiene sobre las mismas se define a qué banda pertenece el historiador. En las puertas del infierno están apostados fiscales de temer como Osvaldo Bayer y David Viñas, y ante la llegada del imputado le preguntan: ¿genocidio o administración? , ¿lucha contra el tirano o matanza al servicio del imperio inglés? Halperín prefiere escabullirse, como lo hará respecto de la Semana Trágica o de los fusilamientos de la Patagonia, ya que no se siente investido para hablar en nombre de los que no pueden hablar, ni quiere justificar lo que efectivamente ha sido un horror. Pero así como afirma que el rosismo no se define por el deguello de unitarios, el irigoyenismo tampoco lo hace por la Semana Trágica, ni ninguna etapa de la historia lo hace por las víctimas, ya que no sería más que una carnicería insensata o la cronología de los espantosos actos de los verdugos. La recepción de las sociedades de la violencia, el modo en que se la digiere o justifica, el sistema de resignaciones, complicidades, el fracaso de las mediaciones políticas para evitar el enfrentamiento físico, la frivolidad de capas sociales que estimulan el revolucionarismo para ignorar sus costos y sus responsabilidades ideológicas, el fantasma de la seguridad, la autodefensa y la supervivencia, que determina que muchos se corran a un costado para dejar pasar a los encargados de las tareas sucias, cada época ha padecido y construído sus formas specíficas de violencia sin esperar que jueces impolutos dicten su sentencia y descubran los dolores. Hablar en nombre de las víctimas o afirmar que la historia la cuentan los vencedores, se ha constituído en filosfemas de un nietzscheanismo y de un marxismo de bolsillo, que estimularon una narrativa melodramática. La historia como el tambor batiente de los vengadores de los pobres, de los indios, de los obreros anarquistas, de la juventud maravillosa, de esta historia se desmarca Halperín, y por eso elude ponerle mayúsculas a sucesos que se sabe que no admiten sutilezas. Respecto del terrorismo de Estado, no ha tenido pruritos en calificarlo como el mayor crimen de la historia argentina, bien completado por el desvarío sangriento de las formaciones especiales. La semana trágica no hace de Yrigoyen un criminal ni el dueño de todas las decisiones. Tampoco lo convierte en un inveterado enemigo de la clase obrera ya que en varios litigios con la patronal estuvo del lado de la protesta de los trabajadores. Respecto de Roca, Halperín dice que fue quien hizo de la Argentina UNA. Construyó un Estado en un territorio que a su modo era una nación moderna. Si la muerte de cinco mil indios de la campaña del desierto, y la disgregación de tribus y familias en la servidumbre al mejor postor en los mercados de Buenos Aires, pudieron ser evitados, es posible responderlo por la afirmativa, al menos lo segundo. En lo concerniente a una política alternativa que permitiera una solución pacífica con los indios, una convivencia dentro del control del Estado sin perder el monopolio de la violencia y la administración territorial, lo dejamos para los especialistas en solucionar problemas de los que no tienen responsabilidades políticas. En los tomos editados de la Biblioteca de la Historia Argentina, dirigida por Halperín, nuestro historiador está ausente del número tres, el dedicado al período 1880-1910. Sus textos se saltean esa etapa, y retoman el decurso histórico en las vísperas del irigoyenismo. La prosperidad que arranca en la década del ochenta y que constituirá el momento de la gran mutación de la nacionalidad, en la que en pocos años recibirá contingentes de todas partes del mundo en un número jamás igualado en la historia moderna, significará el paso de la Argentina posible a la Argentina verdadera. Esta verdad inesperada para las ilusiones por una realidad supuestamente eterna, puede sintetizarse en esta frase de Halperín: “¿Signica esto que no es advertido el hecho de que la Argentina pertenece a un área marginal y que ésto no puede dejar de pesar duramente sobre su capacidad de fijar libremente su rumbo?” parte7Parte 7 Parodias, sofismas y farsa No, aparentemente no se lo advirtió, ni siquiera hoy se admite el poco margen de maniobra para instituir políticas propias. Desde 1880-1910 se constituye la oligarquía como una hipérbole grotesca de la elite soñada por Alberdi para su república posible. Sin embargo, Halperín señala que parte de las críticas de los últimos representantes de la generación del 37 como Sarmiento y Alberdi, se dirigían al carácter advenedizo de las nuevas capas dirigentes. Su vulgaridad y su codica. El lema Paz y Administración queda convertido en pasividad política y corrupción. El endeudamiento del Estado corresponde a una costumbre nacional mantenida a lo largo de toda su historia. Los gobernantes preferían contraer empréstitos antes que enemistarse con las capas medias y altas de la sociedad civil. Por lo que prefirió la deuda externa a una más rigurosa política fiscal interna. La presencia inglesa en aquellos años de prosperidad no produjo casi ninguna inquietud, sólo algunos nostálgicos de un viejo orden levantaron la voz ante la conformidad generalizada con el devenir de los tiempos. Décadas más tarde, se descubrirá al Imperialismo Inglés como raíz del mal argentino, se lo hará una vez que el Imperio Inglés ya no pese en el mundo. En Vida y muerte de la república verdadera, Halperín analizará el período de 1910 a 1930. Es en este período que comienza a perderse nuestro país. Por lo mismo Halperín comienza sus análisis sombríos sobre su desarrollo. En este caso ya no cuentan los análisis económicos. Los deja de lado. Se remite a los debates políticos que por lo general juzga irrisorios, y da la bienvenida a este personaje nuevo en la escena política y cultural nacional: el intelectual. Otro personaje irrisorio. Si hay algo de ironía en el estilo de Halperín, una “distancia” que gustan etiquetar sus comentadores, es por aquí que teje su sonrisa. Los intelectuales toman muy en serio su tarea. Se ha separado la bisagra que unía la actividad intelectual con la reflexión política. Los políticos se encierran en sus problemas de competencias electorales, de continuidad administrativa, en su mundo agitado y autosuficiente. Halperín define al intelectual como alguien que busca la verdad y que trata de distribuirla en una comunidad ideal. A esta misión ridícula de tan solemne y cuasi teológica, le agrega la ambición de orientar a la opinión de acuerdo a esta vigilia pastoral que lo caracteriza. Lamentablemente, señala nuestro historiador, parte de sus energías deben desviarse en las continuas y excitantes peleas con sus cofrades que obstaculizan con cizaña el alcance y la eficiencia de su prédica. Hasta el momento sus textos describían o problematizaban sucesos y personajes, desde ahora sucede algo risueño, comico. El signo de irrealidad tiñe la escena política, una grandielocuencia, un motivo de sainete o de opereta encarnado por el irigoyenismo, por su retórica apostólica y su tendencia a la deificación. En otros trabajos apreciará el mismo estilo en la retórica de Ricardo Balbín, su oratoria floridamente sentimental, sus párrafos sinuosos y una apelación reiterada a un personaje exótico llamado “ ese muchacho argentino”. La época de la república verdadera se destaca por personajes egocéntricos pagados de sí al estilo de Lugones o Alfredo Palacios, de hombres preocupados por su lucha contra el mediocridad y por una verdadera meritocracia, como Ingenieros. Halperín no rescata casi a nadie que posea virtudes especiales salvo a Carlos Pellegrini, al socialista Di Tomasso y su alusión elogiosa a Alvear. Por otro lado estima que nuestro país ha tenido suerte, al menos en aquellos años. En 1928 exporta el doble que en 1913, y esto no se debe a la implementación política de ningún modelo de máxima eficiencia. Las guerras, la reactivación europea, los avatares de nuestros clientes ayudan a los mejores rendimientos de las exportaciones siempre agroganaderas. Sus menciones a Lisandro de la Torre son despreciativas. No cree en la viabilidad del pensamiento municipal por su carácter ambiguo. Los integrantes y representantes de los vecinos, como contribuyentes quieren pagar poco y nada, y como usuarios y delegados están obligados a recaudar lo máximo posible. Estima que el jefe de ese Partido de Ideas en el que se quería convertir la democracia progresista, no superó los límites de esa concepción comunal. Representó la fracción más atrasada de los ganaderos. Poco a poco la república verdadera decepciona y un clima de oposición y de crítica al inmovilismo, a la decrepitud, a la corrupción, a la decadencia, congrega a sectores conservadores, nacionalistas embebidos de novedades fascistas, liberales y reformistas puristas y estériles, augures de tiempos aciagos dominados por el horror al comunismo y al anarquismo, en suma, la empresa de demolición argentina (EDA) se pone en marcha. No se detendrá. Halperín es más comprensivo con Agustín P. Justo que con Irigoyen, quien lo irrita particularmente. Tiene rechazo por la política sublimada con moralina krausista. Justo le parece un hombre con convicciones democráticas que trata de llevar mal que bien un barco desquiciado. Coordina hombres de valía como Luis Duhau, Raúl Prebisch y Federico Pinedo que posibilitaron que nuestro país salga de la crisis con una rapidez inusitada. Mientras Poincaré en Francia intenta poner en marcha nuevamente la economía francesa, cuando el doctor Schacht levanta a la Alemania aceleradamente con una industria pesada y otra de armamentos, en tanto que Roosevelt con el New deal no logra resultados positivos, al menos hasta el estallido de la segunda guerra mundial ( ver nota de Paul Krugman en el New York Times en noviembre 2008), en nuestro país se procede a una serie de medidas de modernización económica. La creación del Banco Central, una política fiscal novedosa que instituye el impuesto a los réditos, una reforma monetaria, la creación de organismos de Estado como la Junta Nacional de Granos, la formación de un personal administrativo eficiente, permite el ordenamiento de una economía y de un aparato de Estado consistente. Halperín no cree en la década infame. No barre esos años de un plumazo por la farsa del fraude aunque sostiene que esa comedia era absurda y otro de los callejones sin salida armados por la incapacidad política de la clase dirigente. El pacto Roca-Runciman le parece una de las pocas alternativas que tenía nuestro país para no perder el principal mercado para sus productos a pesar de las concesiones a las preferencias imperiales por la fuerte baja de aranceles para la importación de los productos ingleses, ni considera una marca indeleble el otro pacto, el Eden-Malbrán, que permite a las empresas de ferrocarriles británicas las remesas de ganancias al exterior contra una rebaja en los fletes para la exportación de trigo. El escándalo de las ventas de las tierras de El Palomar o los negociados de la concesiones eléctricas del 36, muestran unos años en los que las iniciativas positivas serán poco a poco disueltas en favor de lo peor del régimen. El asesinato en el Senado, no lo encuentra a Halperín haciendo el panegírico de Lisandro, sino, por el contrario, considera que ese escándalo permitió terminar con el gobierno de Justo, con las posibilidades que podía tener de encauzar un reetablecimiento democrático, y dejó la pista libre para las nuevas aventuras militares de los sectores nacionalistas favorables al Eje. Las voces proféticas de Ezequiel Martinez Estrada, de Eduardo Mallea y del oracular Scalabrini, le ofrecen el espectáculo de predicadores en el desierto, o de un discurso esencialista derivado de antropologías y sociologías de la civilización aplicadas a nuestro accidentado derrotero. De los revisionistas presta más atención a Julio Irazusta, con quien dialoga en La república imposible ( 1930-1945 ), y considera que la obra económica de Scalabrini Ortiz tiene datos fidedignos y un buen trabajo empírico con conclusiones apresuradas, cortedad política y excesos moralizadores. Le llama la atención la trayectoria semejante y paralela en las carreras políticas de Stalin y Perón. parte8Parte 8 Tragedia Del 45 a nuestros días la narración y el análisis histórico de Halperín se encuentran en Argentina en el Callejón ( escritos desde 1955 a 1964), La democracia de masas (1972), El espejo de la historia (1987), La larga agonía de la Argentina peronista (1994). Del peronismo Halperín dirá que es un autoritatismo plebiscitario. Que si bien no es fascismo no deja de ser una tentativa de reforma fascista de la vida argentina. Lo considera un régimen que funcionó sobre la base de la intimidación, que usó la tortura, claro que no en la medida en que se empleó en los comienzos de la década infame. Por otro lado le ve raíces de humanitarismo paternalista y de socialcristianismo. Luego, reconoce en él un proceso de democratización que nuestro país desconocía hasta ese momento. Ni la política aplebeyada del radicalismo y menos la cerrazón oligárquica de la restauración conservadora, incluyó a las masas como el peronismo. De todos modos considera que se especializó en lo que llama encuadramiento de los humildes. Hizo del soborno una estrategia eficiente. Este proceso se basó en la inmadurez de la clase obrera argentina satisfecha de su prosperidad en los años cuarenta. La bastaron las licencias por enfermedad y un sistema de jubilaciones para apoyar un movimiento político que más que partido parecía una agencia de colocaciones. No critica el clientelismo ya que siempre existió, en especial por los favores que el Estado dispensaba a las clases propietarias. No se escandaliza ni lanza el grito de “populismo” cuando estas atenciones se vuelcan a los pobres. La Fundación Eva Perón le pareció en emprendimiento que llenó el país de máquinas de coser, bicicletas y pelotas de futbol. Aunque reconoce que Eva Perón marcó una ruptura en la tradición patriarcal nacional que destinaba a la mujer a la opción maternidad-convento. Concluye que aquel peronismo finalmente fue una oportunidad perdida, y remedando a Alberdi, dice: el peronismo fue el fascismo posible. Cree que el menemismo ha sido la última etapa del peronismo. Después de Menem, opina, en últimas declaraciones, que la mejor definición del peronismo es que es un mamarracho. Ni las esforzados gestos de este contador suizo vestido de muchacho peronista como describe a Néstor Kirchner, evitan que el peronismo haya perdido su identidad. Estos vaivenes respecto del principal movimiento político de nuestro país, no los tiene respecto de quien aparece como el demonio de la historia argentina. Contra nadie embistió Halperín, ninguno recibió tales invectivas una tras otra como Arturo Frondizi, para mí, con todo respeto, el político que tuvo la última idea para una Argentina moderna. Frondizi aparece como Bruto, el gran traidor, alguien de sangre fría, sin la más mínima decencia, corrupto, servil al imperialismo, chupacirios, hipócrita, irresponsable, custodio de un relativismo político y moral que no es más que una mera pérdida de vergüenza, culpable de los aspectos más repulsivos de la servidumbre capitalista a la vez que remedo de un sovietismo frigerista ridículo. Lo más suave que le endilga es el de ser como un espejo de la generación del 37 por adherir a una libertad ilustrada en el marco de una sociedad conservadora. Frondizi, es en defintiva, un titere al servicio del pacto colonial del que habla en Historia contemporánea de América Latina (1967) ¿Qué pasó con la moderación y el equilibrio que Halperín exige de todo historiador y que subraya en sus Ensayos de historiografía? Pasemos a las cifras, estadísticas que nuestro historiador desplegaba en sus trabajos sobre el siglo XIX y que en este caso desestima. Producción de petróleo en millones de metros cúbicos: 1958 ( comienzos del gobierno de Frondizi: 4,9. 1962 ( caída del gobierno): 15 Producción de gas natural: 1958:1,6. 1962: 6,1. Producción siderúrgica en miles de toneladas: 1958: 276. 1962: 895 Producción energía eléctrica en millones de kvh. 1957: 546. 1962. 1100 Parque automotor en unidades: 1957: 29000. 1961: 137000 Tractores: 1957: 6856. 1960: 20 229 Hay más cifras, en todos los sectores de la vida nacional ( ref. Tomás Abraham Historias de la Argentina deseada, ed. Sudamericana 1994 ). Agreguemos que es en esta época que se pone en funcionamiento lo que fue la mejor universidad de Buenos Aires. La vida cultural es intensa e inventiva. Desde el nuevo periodismo al Instituto di Tella que, lamentablemente para el puritano Halperín, no era más que el reservorio de un séquito de adictos protagonistas de un espectáculo algo penoso. Como también le parece lamentable la política exterior frondizista acoplada al eje Juan XXIII- J.F. Kennedy. Le reconoce cierta dignidad y sensatez en su defensa de la independencia de la Cuba revolucionaria y su oposición a toda intervención en la isla. Luego reflexiona en 1994 sobre nuestro inmediato pasado, la tragedia, el mayor crimen de la historia argentina que la sociedad se las ha arreglado para interpretarla como una invasión inesperada de seres extraterrestres. El terror es como un mal que le viene de afuera. Halperín acusa a la elite intelectual y a las clases medias de frivolidad intelectual y política. De indulgencia cómplice. Dice que el terror no hubiera podido introducirse si no hubiese hallado elementos dispuestos a acogerlo e imponerlo. Considera que el terror fue el castigo a la deserción de la sociedad entera por ceder a atractivos desvaríos y a un proceso de autointoxicación ideológica. Esto terminó en la justificación del asesinato como un modo de acción política. La respuesta se basó en tácticas de contrainsurgencia aprendidas en la escuela de Herodes. Los titulos de sus libros hablan de callejón, de agonía, de un nuevo período desde 1984 en el que la democracia le ha permitido salir del callejón divisorio y sin salida del enfrentamiento entre peronistas-antiperonistas, y de las políticas autocontradictorias del pacto cívico-militar desde el 30. Pero salida del callejón, Halperín nos dice en 1994, que la Argentina, en medio de la degradación de las instituciones, está ahora a la intemperie. parte9Parte 9 Humor y depresión en Tulio Halperín Donghi
Leer la historia argentina según Halperín puede ser decepcionante para los que necesitan un panteón de héroes. También decepcionante para los que sostienen que no puede haber identidad nacional sin mitos de fundación y de redención. Son generalmente los espíritus letrados los que suponen la imprescindibilidad de la fabulación. Es un doble discurso que se dirige a un doble público, el de los crédulos y el de los cínicos. Un cinismo edificante fabricado por sabios, una duplicidad en bien de la humanidad y en este caso de la argentinidad. Desde este punto de vista Halperín no es más, ni menos que un escéptico. Un hombre de distancias, de extrañamiento, de dandysmo. Para los que conciben la historia como una batalla ideológica, un territorio especial en el que la memoria es disputada por opresores y oprimidos, Halperín es hasta frívolo. Si deseamos esquematizar su recorrido histórico, San Martín no es el santo de la espada y sí un hombre que para su empresa de liberación inevitablemente succionó las arcas del incipiente Estado del Río de la Plata. 1810 fue una rebelión municipal y no el primer grito de libertad. Mariano Moreno el primer defensor de los hacendados y quien esbozó la primera estrategia agroexportadora del país. Belgrano un monarquista. La generación del 37 un movimiento iluso y prepotente. Rosas el mejor degollador y a la vez el político más inteligente del siglo XIX, junto a Roca, el exterminador de los indios. Alberdi un soñador autoritario. Sarmiento un genial buscapleitos. La evolución del gran relato argentino es una sucesión que va de la Argentina posible a la verdadera, de ésta a la imposible, de la imposible a la trágica, y finalmente todas al mamarracho. De la creencia del vivir con lo nuestro, la tercera posición y la Argentina potencia, a la afirmación de Halperín que recuerda que nuestro país está localizado en una zona marginal del mundo y por lo tanto inevitablemente dependiente de mayores potencias. Nos hace saber que de 1806 hasta prácticamente 1870, el país se ahoga en un baño de sangre. La prosperidad entre 1880 y 1928 se lleva a cabo mediante el emprobrecimiento continuo del Estado que no fiscaliza y se endeuda. Desde 1930 no tiene rumbo. La suerte que le fue promisoria se las debía a las guerras mundiales, a sequías externas como las de 1934 en EE.UU y Canadá que posibilitaron al país la salida de la crisis, y a la gracia de un maravilloso agro. Luego, una vez que Europa ya no constituya la referencia y el centro hegemónico del mundo, a la vez que un ideal cultural, esta suerte es esquiva. Nuestra historia política al ignorar la mayor parte de estas verdades padece de una alta dosis de irrealidad. El desmoronamiento no se detiene desde 1950. La democracia, o la insoportable pesadez de la democracia es una nota saliente de una cultura política en la que quienes ganan las elecciones intimidan, persiguen y censuran, y quienes pierden degradan y conspiran. Una cultura que ha estado enferma por autoinoxicación ideológica. Que apenas ha sobrevivido a la infame mentira desarrollista. Una elite letrada que no es más que la copia de hidalgos en desuso, como don Quijotes sin comicidad. En fin, una aplanadora deprimente. Como en toda depresión, dan ganas de tirar la toalla y no bañarse más y que nos coman los piojos, dejarse estar, no pensar más, abandonarse. Pero no es así. Los lectores de Halperín estamos más que agradecidos porque ha respetado nuestra inteligencia. Nos estimulan las dificultades que presenta, nos fortalece, nos vuelve más autónomos, el desafío es bueno para el espíritu, y la decepción lo vigoriza y lo templa. ¿Se puede creer todavía?, pregunta producida por una pasión triste, como definía a la esperanza Baruch Spinoza. Hagamos una pregunta más vital: ¿se puede querer todavía? En su artículo sobre Halperín “ Una mirada sin embargo sombría” ( Discutir Halperín, 1997) Ignacio Leckowicz enojado con el progresismo, esa versión decadente de la izquierda, dice que Halperín es una marca registrada para profesionales de retaguardia que abandonaron la trinchera. Han renunciado a la militancia y se presentan como profesionales serios de un campo acotado al servicio de centros de investigación prestigiosos. Es posible que los autores de monografías, papers, informes lavados, se refugien en este pretendido historiador serio, para conseguir blasones profesorales. Sin embargo, estimo que Halperín no es una marca sino un estado de ánimo. Además, dejar las trincheras no es necesariamente un paso en falso, podremos evitar encontrarnos con personajes especializados en política semiótica, lacanoguevaristas, y eslabones perdidos de la “vejez maravillosa”. Este estado de ánimo segrega de la decepción una buena fuente de energía. La alegría de pensar. Halperín ha dicho y escrito muy poco, casi nada, sobre la Argentina actual, sobre los sucesos del tercer milenio. Esa intemperie en la que vivía nuestro país en su texto de 1994, como define a la situación nacional luego de la salida del callejón de medio siglo, no vió el 2001, y sus consecuencias. Imagino que luego de decir todo lo que dijo, no quiere agregar nada más para no parecer redundante y sombrío, y porque, tal como ha declarado recientemente, siente que ha vivido demasiado. Halperín no cree en las elites civilizadas y letradas, no es Aguinis ni Sebreli, no las recomienda para la política. Desestima a los señoritos de salón. Tiene buen humor, es muy bueno en los reportajes, lo mejor desde Borges. este humor le nace gracias a los entrevistadores, por la fricción que se produce entre el cuestionario confeccionado con los lugares comunes de la historiografía que parte del mito de la historia y del patriotismo herido, y sus respuestas. Hay un nietzcheanismo en Halperín, traza la genealogía de las fuerzas históricas de nuestro país, los sentidos y los valores que se ponen en juego. Puede ser un nietzscheanismo algo anémico, reconozcámoslo, pero al menos no ha ahorrado al superhombre. |
TULIO HALPERÍN DONGHI
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Tulio Halperín Donghi
parte 1Parte 1 Apuntes para una dilemática Los dilemas exigen una decisión, los problemas una solución. Halperín hace una historia política de la Argentina entendida como una serie de acontecimientos en los que las decisiones tienen un costo. Es una historia de pérdidas. Se podrá decir que también de beneficios, pero para eso habría que hacer un balance, y el historiador lo hará, en especial en los últimos libros y en reportajes recientes. Es difícil hablar de método para caracterizar la perspectiva que encara Halperín en sus investigaciones. Sus libros no son todos iguales, los hay de neto corte académico con predominancia del archivo, y otros ensayísticos y polémicos. Raúl Fradkin afirma que en su obra hay una influencia de Fernand Braudel, el tutor de tesis del doctorado de Halperín en la Escuela de Altos Estudios de París. Ella se muestra en una concepción de la historia como un entralazado de conjuntos y su derivación en series. Sin embargo, más allá de la búsqueda de una epistemología en realidad ausente y difusa aún en estado práctico, prefiero visualizar a los textos del historiador como uno de los frescos del mejicano Rivera. Es un gran relato sin sentido unificador. Los sucesos se muestran en su despliegue y se juntan y sueltan, se enlazan y se separan, marcan rupturas o presentan retornos, en un muestrario de conflictos de variada naturaleza. No hay determinaciones causales económicas ni de naturaleza mecánica o dialéctica. Nada se sintetiza, ni el movimiento de la historia asciende paso a paso a un escalón superador ni a una síntesis final. Tampoco hay repetición de figuras o motivos. El encanto de la historia reside en que nada se repite salvo las pasiones. La racionalidad es histórica. Los modos en que los hombres diagraman su acción, las condiciones en que lo hacen, las estrategias que programan, muestran una inventiva inacabable. Tiene la riqueza del lenguaje y de su modelo generativo. Pero las pasiones se condensan y se repiten. La voluntad de poder, la defensa de lo adquirido, el miedo a perderlo todo, a morir, las envidias y los celos, la defensa del honor y de la dignidad, la lucha por el reconocimiento, el motor de la supervivencia, atraviesan el campo de la historia y no la dejan descansar en la paz lógica. Fradkin ( Discutir Halperín ) separa dos escrituras de la historia. Una de corte analítico y otra narrativo. Es una separación discutible ya que la seduccción del relato histórico reside en el talento de hacer del análisis una narración atractiva. Es el componente de “intriga” de la exposición literaria de la historia de la que habla Paul Veyne, y que él lleva a cabo con singular talento.
Afirma también que la escritura analítica es más arriesgada ya que los conceptos deben ser explicitados por lo que no pueden eludir su puesta al desnudo en la arena pública. Por el contrario, subraya, la fascinación narrativa puede ser engañosa y distraernos de las obligaciones de la objetividad. Nuevamente un binarismo de autodefensa. El temor ante los encantos de la sofística puede ser una excusa ante una mala escritura y la pésima presentación literaria a la que nos quiere acostumbrar el estilo documentalista. La escritura es la materia del historiador. Su invitable desafío. El mismo Fradkin se siente atraído por este aspecto en su libro Fusilaron a Dorrego, en el que mima un relato de erudición invisible que se pretende ajustado a los hechos históricos con muy pocas referencias a colegas y documentos.
En Halperín hay una prosa extraña. Sus lectores se quejan de la longitud de sus frases pletóricas de subordinadas. Puede llevar un cierto esfuerzo hacerse al ritmo escritural de su lengua. A veces parecen frases escritas en un latín que nos obliga al terminar la oración, volver a su inicio por haber olvidado de qué se estaba hablando. En su último libro autobiográfico Son memorias, su estilo adquiere una singular belleza y resalta su juego literario. Desprendido de la confrontación con el orden de los documentos y de la constricción de la historia colectiva, se permite la intromisión del capricho de la memoria personal y de la arbitrariedad de los detalles personales que acortan sus frases y las hacen más vivaces. Halperín ha recorrido toda la historia argentina. Lo ha hecho desde 1806, las Invasiones Inglesas, hasta hoy. Sus textos son heterogéneos. Hay materiales eruditos y otros son ensayos de actualidad, intervenciones en el campo de la política por medio de entrevistas, presentaciones de libros, etc. Si nosotros fuéramos visitantes al país que nos entrega, pasajeros de un tren llamado Argentina, ¿ qué veríamos? ¿Contemplariamos algo más que la aparición y súbita desaparición de imágenes veloces sin recuperación ninguna? Lo enunciamos de otro modo: ¿ la historia argentina tiene sentido? ¿ Podemos catalogarla como un gran relato? En la palabra sentido confluyen dos coordenadas. Por un lado designa una profundidad estable que subyace al acontecer fortuito de los hechos. Por el otro define una dirección, una inclinación o tendencia. Esta última remite a una corriente horizontal, inmanente a los acontecimientos, sin que se señale una permanencia que sobrecodica a la superficie. Por la ventana llamada Halperín emmarcada en el tren argentino, no se percibe un paisaje necesario. No hay necesidad, tampoco destino. De haberlo, la tarea de desciframiento estaría a cargo de un oráculo, un vidente, un auscultador de misterios. Tarea que fue habitual en nuestros pensadores de la década infame. Mallea, Martinez Estrada, los revisionistas, pensaban que algo había fallado en la Argentina. En un momento la Argentina se “había jodido”, como decía Vargas Llosa refiriéndose en una novela al Perú. Una fisura estructural, una grieta básica, una traición esencial, la historia argentina en términos de necesidad, remite a un origen, un pasado oculto que la razón histórica debe develar. Hay una verdad en danza. Halperín que no es brujo, simplemente dice constatar que nuestro país ha perdido el rumbo desde 1929, hace ochenta años. Estamos por cumplir el octogésimo aniversario desde que derivamos en el mar de los tiempos sin timonel ni puerto seguro. Pero si no hay necesidad, ¿qué queda entonces de una contingencia que se asoma como una colección alocada de hechos atomísticos o de un rebote de sucesos sin sentido? Los períodos de largo plazo que recorta Halperín, fragmentos temporales de unos treinta o más años, ordenan a lo sumo períodos históricos separados por cataclismos o sacudidas, temblores propios de una república sísmica, “ a fitful republic”, como cita nuestro historiador. Hay necesidad de orden. Comprender es ordenar. Pensar es elaborar una sintaxis que haga comprensible y comunicable el arsenal alfabético. Es cierto que hay lógicas locas. El filósofo Gilles Deleuze incluyó en la historia de la filosofía a la lógica de Lewis Caroll, y creó un nicho para que desplegara sus sin sentidos. La paradoja, los absurdos, las elisiones, los retruécanos, son varias las figuras retóricas que inquietan a la lógica identitaria. El dilema es una de ellas. ¿Cómo escapar al dilema sin pagar el costo al que nos obliga? ¿ Cómo sortear el precio de la incertidumbre, el riesgo del error, el de la apuesta pascaliana? Uno de los modos habituales de configurar un orden deriva de los tiempos escolásticos. Se trata de asimilar la búsqueda de una causa al señalamiento de un culpable. Causa y culpa se declinan juntas. Para este tipo de procedimiento el pensamiento binario es de gran utilidad. Si hay un culpable también hay una víctima, no solo alguien inocente sino además damnificado. En este espacio juridico el dictamen de justicia debe hacerse según criterios explícitos. Las principales víctimas de la historia argentina han sido el pueblo y la patria. Son dos entidades vejadas por la oligarquía y el imperialismo. Por otro lado, en la trinchera de en frente, las principales víctimas de la historia argentina son la razón y la civilización, y sus violadores son la barbarie y la ignorancia. Las víctimas son fundamentalmente valores. La misma noción de pueblo es un valor, no hay pueblo si no es depositario de principios éticos. Sometido, pobre, despojado, valiente, explotado, humilde, generoso. La patria es padre y madre, una voz de las alturas y una cuna con aroma a lavanda, linaje, raíz, totem, identidad fraternal, mandato divino y posibilidad de odio. Civilización y razón son valores de progreso, méritos bien ganados, distancia social justificada, higiene urbana, respeto al superior, moderación en la protesta, aceptación de las mediaciones y sometimiento a los tiempos diferidos al que obligan las instituciones republicanas, correción e insipidez. Como dice Halperín, la respetabilidad y la miseria se imponen de arriba. La dilemática es una vía filosófica para la determinación del campo de la historia. Proviene de algunas corrientes de la tradición filosófica en la que se combinan las sombras de la caverna de Platón, el azar y la necesidad en la interpretación estoica, el nominalismo medieval, la practicidad de Maquiavelo, la mirada cansada de Montaigne, el mundo de composibles leibnizianos, la inmanencia de Spinoza, y una larga lista de creadores filosóficos que se coronan con la finitud kantiana, el ateísmo teológico de Kierkegaard, el tragicismo nietzscheano y la épica marxista. Cien años después, esta enorme mochila filosófica que se nos ocurre enumerar se completa con los clásicos del siglo XX, Heidegger, Wittgenstein, Deleuze y Foucault, que enriquecerán teóricamente el escepticismo activo de nuestra modernidad occidental, actitud filosófica de la que deriva la racionalidad histórica, con la que emparentamos a Halperín, posiblemente, sin su acuerdo y a pesar suyo.
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