Segunda breve historia de la filosofía 14
La búsqueda de un respiro
Una de las características de la modernidad es la aparición de un “yo”. Para que este pronombre personal pueda explicitarse a sí mismo se necesita un espacio, una zona de aire y luz. Su aparición está anticipada por la figura del Artista en el Renacimiento italiano que enaltece a las potencias creadoras del Hombre, lo hace dispensador de nuevas formas, enriquecedor de la materia, propagador de belleza.
La personalidad del artista fundida en su obra nos trae imágenes de los héroes y dioses de la antigüedad y de los santos cristianos. Las épocas se reconcilian y lo hacen fuera del claustro de la universidad y del espacio gótico. La antigüedad no se reduce a la cimentación aristotélica aplicada a los escritos bíblicos, se enriquece con la literatura latina, con su poesía, drama y comedias, además, por supuesto con su escultura, que permite al modelo clásico descansar de su lógica y revitalizarse con la exposición de su estética.
Las guerras entre monarcas, las invasiones, las luchas dinásticas, y la conversión del Papado en una de la tantas cortes reinantes en donde lo profano domina, acentúan los problemas de legitimación del poder. Cada vez hay más críticas a las ostentaciones vaticanas y a su falta de espiritualidad. Se invoca la “Imitación de Cristo” y la vuelta a la vida simple.
De todos modos la espectacularidad y el caos impulsados por las autoridades religiosas forman parte de una vida urbana dominada por el comercio y por un temple pionero que crea su propio poder, manifiesta su espíritu de conquista e inunda con su fasto las medidas recoletas de las costumbres medievales.
Un Barroco desplegado en una teatralidad gigantesca, los escenarios colosales diseñados para que cada uno pueda presenciar la majestuosidad del poder divino y el de sus delegados, un orden de la representación que abarca la simbología cortesana, las similaciones en las decoraciones, la anamorfósis, el trompe l´oeil, el teatro como nueva escena pública, permiten un espacio de la ficción y una presencia de lo lúdico en medio de la sacralidad.
¿Cómo hacer para que esta alegría renovada de vivir se despoje de la crueldad, de la ambición desmedida, del fondo pagano que aún al servicio de los valores cristianos los ahoga en una bacanal de guerras, riquezas y lujuria? ¿ Cómo hacerlo sin que al mismo tiempo el mensaje se diluya y pierda atractivo ?
Rechazar a los bienes terrenales del hombre, condenar el apetito por este mundo, profetizar una salvación apocalíptica, exigir conductas de extremo ascetismo y absoluta pureza, llevan a una palabra vacía, a un auditorio ausente, y a la marginación espiritual.
Elegimos tres figuras históricas que encarnarán a los tiempos por venir. Cada una de ellas marca su traza para conformar el diagrama de la modernidad: Erasmo, Rabelais y Montaigne.
Cuando decimos modernidad apuntamos a algo relativo al rostro de occidente. Uno que no necesariamente es armónico, tiene el empaste de un maquillaje recargado que deforma los rasgos. Sin embargo, esta identidad multiforme parecida a un retrato de Bacon, hendido, desbocado, morado, no nos impide la construcción de un tipo ideal con aportes diseminados sin que sean necesariamente orgánicos.
El ideal de armonía entre jovialidad, devoción y erudición en Erasmo, la risa irreverente de Rabelais, y ese “ nuevo yo ”, sin aparato, íntimo ni trascendencia, de Montaigne, son entradas a un mundo en el que el pensamiento busca desprenderse de lastres condenatorios y de la tradición de la falta.
Un momento de respiro en la Caída que permita una nueva mirada, un pecado original en suspenso, un paréntesis, crean un momento de transición antes de la irrupción de coordenadas cuyo surco profundo inscribirá una frontera ya irreversible.
Segunda breve historia de la filosofía 15
Corderos y elefantes
Me referiré al libro del profesor José Emilio Burucúa Corderos y Elefantes ( La sacralidad y la risa en la modernidad clásica ). Texto voluminoso “ para uso de colegas y alumnos universitarios ”, como el autor lo señala. Es una labor gigantesca, pantagruélica, la que lleva a cabo un erudito en historia cuando su especialidad remite a una cultura alejada no sólo en el tiempo – inevitable condición para todo el mundo - sino en el espacio.
No es lo mismo trabajar con los materiales a la mano, en medio de decenas de otros colegas que se dedican a tareas semejantes, en un medio comunicativo continuo y sin lapsos de vacío informativo, que hacerlo en una universidad de otra área cultural con retraso bibliográfico, sin revistas especializadas, sin el aroma y la textura de referencias que en sus lugares de origen se imponen por su cercanía y el peso de la tradición.
Pero quizás la falta de peso nos vuelva más livianos, situación riesgosa por el vértigo que puede producir, y que, por vicisitudes del espíritu provinciano, es además de desconcertante, más delicada aún, hasta tentadora. La extrema libertad, casi obligada por la falta de testigos severos y normativas exigentes, pueden a más de uno hacerle creer que se es poseedor de una ilimitada creatividad. Si a esto le agregamos los prestigios que aún conlleva el saber cosas que casi todo el mundo ignora, no es tan difícil encontrar admiradores que refuerzan la sensación de inventiva y de cabeza de serie de las especializaciones extremas.
Burucúa no deja resquicio para que sospechemos en su trabajo de improvisación y de liviandad metodológica, se arma con un listado de libros algunos de los cuales están enumerados en las más de mil notas del volumen, y deja un rico legado a colegas y discípulos que desean tomar la antorcha erudita y proseguir el camino. Pocos llegarán a la meta a pesar de la exigüidad del pelotón ya que hay muy pocas becas y rarísimos viajes al exterior.
Por eso este reconocimiento al esfuerzo bibliográfico, a la que podemos agregar la constatación de que el uso académico de la erudición, la compulsión a la exhaustividad que no tiene límites, deja un sabor extraño, algo frustrante.
Entre la tarea del bibliotecario, del bibliófilo, y del intelectual, hay hiatos inevitables. El intelectual es quien usa la erudición para intervenir en la opinión pública de su tiempo. Por lo general no es el mismo personaje que desgasta su vista para aportar un nueva luz en el saber universal. No es sedentario, por el contrario, es un nómade textual que recorre materiales diversos, los combina a su antojo, extrae las consecuencias en concordancia con los avatares de su búsqueda, e interpela a sus contemporáneos.
Nada le asegura, por supuesto, que esta interpelación sea escuchada por alguien, y menos que su pensamiento merezca respeto en quienes habitan cualesquiera de los rincones de su audiencia.
Burucúa, entonces, nos presenta este libro sobre la risa de un modo azás muy serio. No descartamos el hecho de que la risa pueda ser algo muy serio, aunque no solemne. Hay palabras cuyo significado parece el mismo, y que vale la pena distinguir. Una de las habilidades en las que se aceita el pensamiento, es el arte, menor por cierto, de distinguir palabras. Serio no es lo mismo que solemne ni que grave. Risible no es lo mismo que cómico, divertido o ridículo.
Si el lector espera que ahora defina cada una de estas palabras, esperará en vano, ni siquiera es tan seguro que puedan definirse con precisión separadora. Con no poco esfuerzo adelantemos que serio remite a una forma consistente, segura de sí, y ajustada en su expresión. La solemnidad designa la presencia del orden de lo prohibido, de lo intocable, que exige de nosotros la sumisión a la Ley. Grave es el reconocimiento del peso de una decisión y del compromiso con los actos.
Risible es lo que da risa, definición algo pobre y francamente descartable, cómico es aquello que nos libera de la solemnidad. Divertido es lo que nos protege de lo cómico y nos mantiene lejos de toda transgresión. El ridículo es la treta que nos permite desnudar la compostura de la seriedad y mostrar la deformidad de lo que se ufana de sí.
Finalmente, “Corderos y Elefantes”. Cordero es una persona simple. Elefante es el erudito. Esta historia de la filosofía que escribimos aquí tiene alma de cordero y piel de elefante.
Segunda breve historia de la filosofía 16
Los caminos de la libertad
Burucúa habla del programa del humanismo florentino. Éste se basa en el goce de la vida, la fecundidad del amor, la pureza de la naturaleza, la libertad de la Fe, todos ideales reencontrados en el magisterio inagotable de los antiguos, al fin liberados de la escuálida prisión de los monasterios góticos.
También hace referencia a lo que llama “el ethos de la sociedad cortesana barroca” que se hará presente hasta en las operaciones intelectuales que Galileo lleva a cabo para definir la nueva filosofía de la naturaleza basada en la matematización de la física.
Galileo emplea una retórica “rabelesiana y ruzantesca” volcada al desprecio de los pedantes. Esta retórica es el resultado de una práctica analítica entusiasta de los torneos, de la justas, de los desafíos de todo tipo en el que bregan militares, caballeros, poetas y filósofos.
La tradición del humanismo florentino concebía al espíritu competitivo y polémico asociado a la risa. La bufonería, las fiestas de Carnaval que condensaban en pocos días las licencias de una inversión de las jerarquías y la desfachatez general, los juegos que remedaban las artes de la disputa escolástica en litigios ridículos en los que los pedos y la mímica grotesca invocaban el aprendizaje de la sofística teológica, vemos en esto una válvula de escape cultural que da aire a un mundo demasiado estructurado.
Paul Veyne habla del derecho a la felicidad. En uno de sus trabajos sobre el Circo romano, critica la versión ultrracionalista que supone que los grupos parapetados en la cúspide de una sociedad manipulan a las masas y les dan circo para compensar el poco pan que les agregan. Esta idea de que las diversiones del pueblo las organizan los ricos para tenerlo calmo y contento, distraído de sus penurias, y con la consciencia opacada y desviada de los “verdaderos problemas”, les regala demasiado poder a los ricos, supone una idiotez profunda en el pueblo, y una inteligencia excesiva en los supuestos demistificadores.
Por eso el historiador francés que elaboró el concepto de “evergetismo”, la costumbre de los notables romanos a ofrecer dádivas, de ser benefactores de la gente y enaltecedores del prestigio de su ciudad, habla del derecho a la felicidad, que no implica la mecanización de las conductas funcionales a la codicia de los que mandan.
Hay una apropiación de la alegría popular por parte del mismo pueblo a pesar de las sospechas de los académicos.
Por eso las tesis – que a veces Burucúa prologa – de algunos de sus discípulos que sostienen que la comedia del arte, el teatro renacentista, son modos en que los poderosos distraían al pueblo y les daba la dosis de alegría transitoria para tenerlo bien sujeto a las riendas del poder, esta versión simplista del costo de mandar y de las artimañas de la dominación, ignora que la gente de la plebe no está de brazos cruzados a la espera de que le organicen la felicidad.
Para Burucúa el uso de la risa es mucho más que un recurso retórico. Tiene que ver con la libertad y con los fundamentos morales del humanismo renacentista. Dice que la libertad de pensar y decir, la primera de las libertades políticas convertida en derecho natural, progresó de la mano de la risa.
La risa renacentista recorrió tres caminos. Uno fue la crítica satírica de las costumbres, el otro el juego compensatorio de los pesares de la existencia humana, y, finalmente, el conocimiento sublime del mundo.
Respecto de este último, no hay contradicción entre la alegría de vivir y de disfrutar las maravillas de este mundo, con el acceso al mensaje de Cristo. Más que oposición a las formas superiores del conocimiento, para la cultura renacentista, agrega Burucúa, la risa puede ser el prolegómeno y su condición de posibilidad.