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La muerte de Sócrates - Lámina Gidee
 

    

    

   
 
  Breve historia de la filosofía 61 
  Cumbres borrascosas

  Es posible que para pensar el pensamiento de los filósofos del medioevo haya que saltar a más altura que lo habitual. Un aficionado a la filosofía, un amante de la disciplina, debe cambiarse el traje para incursionar en el paisaje no sólo lejano en el tiempo, en el espacio, sino en la mente.

  Las gracias que nos deparan los lectores de la filosofía puestos a comentaristas es que saben trazar un puente entre lo ya ido y prácticamente desaparecido y nuestra ruidosa actualidad. Es cierto que no tiene por qué ser ruidosa. Basta ver la atmósfera de esas catedrales góticas en las que estudian los afortunados de Oxford, o el rojo y blanco bostoniano de los pulidos edificios de los College, los cottages de los profesores, la tibieza de sus salas, sus oficinas personales con computadoras y libros a la espera de la consulta del día, la calidad de sus dedicaciones exclusivas, los jardines de un verde liso, las aulas con bancos bruñidos en espacios semivacíos con un profesor tutoriando una decena de alumnos… no, no me ha tocado este sueño, el mundo de un profesor de filosofía argentino que tiene la pretensión de recorrer la historia de su materia y, en este caso, de dirimir su voluntad con el Medioevo es disperso, más apto para un moscardón con sus volteretas en el aire y un zumbido continuo.

  El filósofo busca enigmas. En donde no hay misterio y dificultad la mente huye. La mente quiere tropiezos. Tienen razón los orientalistas cuando dicen que para meditar hay que parar la mente, vaciarla, abrirla a parajes lacustres, similares a los de aquel señor que se tocaba la frente abriéndose a su memoria en la que sobre una superficie de agua calma, pasaba algo así como un velero con lentitud… para el dolor de cabeza, Geniol.

  Aguas y cumbres borrascosas son las de la filosofía. El medioevo no es tranquilo, cientos de filósofos de nombres extrañísimos se suman a los famosos en diatribas interminables, pero sus guerras discursivas, sus profesiones de fe heridas o alteradas, las consecuencias políticas, existenciales y teológicas que deducen de un teorema apenas modificado, resultan nimias, fatigosas, perimidas y, claro, molestas.

  Salvo para un medievalista, o para un devoto de las gestas de la lógica… pero basta de quejas, intentemos un paso, y el lector sabrá, o no, disculpar la torpeza evidente de este viajero por tierras boscosas.

  Dicen los especialistas que el pensamiento medieval levanta vuelo con la lectura de los clásicos griegos, y que la misma recién llega a occidente hacia los años mil. Hasta ese momento son las ciudades como Bagdad y Damasco en donde este legado sigue vivo. Platón y Aristóteles adquieren un brío teológico a la vez que profano. Tanto en la poesía erótica como en las preocupaciones científicas, además de las elaboraciones religiosas, son los árabes los pioneros. Son ellos con las invasiones y su residencia de siete siglos, quienes despertarán a Europa de su sueño monástico e interrumpirán el silencio de sus frailes. Esto a pesar del renacimiento en tiempos de Carlomagno y de los oasis de ilustración latinista de la época.

  De Platón sacaron lo que pudieron, pero de Aristóteles sorbieron hasta lo que no tenía. Durante más de cinco siglos Aristóteles no sólo fue leído, comentado, memorizado, discutido, resguardado, fundamentado, sino beatificado y deificado.

  Este filósofo que en la vieja Grecia lanzó su mirada a la tierra, que propuso una mirada realista y un amor a las cosas de este mundo, que advirtió a los platónicos que si volaban perdían el equilibrio, fue convertido en el arquitecto del ascenso al cielo, el diagramador de la luz catedralicia y del entramado escolástico.

  Para comenzar nuestro trayecto seleccionamos dos temas inquietantes para la época: el alma y el mundo, ya que nos conducen a dos preocupaciones mayores: la creación y la inmortalidad.

  Breve historia de la filosofía 62 
  El último día

  La muerte de Sócrates es relatada por Platón en su diálogo Fedón. Para quien aún no ha degustado el sabor de los escritos de Platón, no es mal comienzo el que ofrece este texto. Posee dramatismo dada la situación, y un esbozo del pensamiento del filósofo expuesto de modo claro y distinto.

  Escena: en la celda a la espera de la muerte por ingestión de cicuta. Personajes: discípulos y familia. Narra Fedón. Se dice que Platón estaba enfermo, por eso no acompañó a su maestro en los últimos momentos de su vida.

  Le quitan los grillos. Jantipa, su esposa, está con uno de sus hijos en brazos. Sócrates le pide a Critón que se lleve a Jantipa a casa harto de escucharla dando gritos y golpeándose el rostro. Cebes le pregunta por qué dedicó los últimos días a escribir versos. Responde que lo ayudan a depurar el sentido de ciertos sueños y aquietan su consciencia. De todos modos, la versificación de las fábulas de Esopo y de los Himnos a Apolo, no lo hacen poeta. Siempre vivió “entregado por entero a la filosofía”.

  Se trata de un suicidio inducido por sentencia del jurado. El filósofo dice que no hay que tener miedo de morir, por el contrario, no deja de ser una buena noticia. De todos modos no por eso aconseja el suicidio generalizado ni siquiera el programado por capricho individual. El llamado a dar fin a la propia vida debe recibir una orden formal de un dios, algo así como un mensaje en el que se dé por descontada una situación de necesidad.

  Los discípulos y amigos son presa de las más variadas emociones. De un modo análogo a los parientes y próximos de un paciente en estado crítico de un hospital, pasan en segundos de una desazón incontenible a la esperanza más infundada. Hay un mundo de señales que se apoderan de las mentes en carne viva que nos hacen reaccionar permanentemente, sin descanso. Nos convertimos en seres reactivos de tiempo completo.

  Así estaban los habitantes de esa celda. De repente se reían, y luego lloraban. El único, como siempre, que mantenía un temple continuo, de una amable serenidad, era el maestro Sócrates.

  El guardián le aconseja a Sócrates no hablar demasiado para no acalorarse, ya que retarda el efecto del veneno. Sin embargo el maestro en medio de sus discípulos quiere dar su última clase. Su tema nace de la misma situación que están todos ellos viviendo. ¿Por qué la muerte preocupa? No se trata del sufrimiento, de un padecer lento que hace tortuoso el tránsito hacia la nada del abismo. Por el contrario, es un dormirse a medida de un enfriamiento, rodeado por seres queridos, y con el auspicio de al fin recalar en el mejor de los mundos posibles. Si hay acuerdo respecto de esta verdad, Sócrates no entiende el alboroto emocional de sus amigos.

  Al notar este defasaje entre la realidad a la que se acerca y aquella que presencia, decide poner en funcionamiento la máquina dialéctica para mostrar la potencia del verbo en la separación de las tinieblas, la fortuna del ser humano que puede mediante el logos, el hilo discursivo, despejar la mente de los engaños del cuerpo y del velo de la ignorancia. Le queda poco tiempo. La caída del sol es el límite de su prédica. Además deberá lavarse antes de beber, quiere evitar al personal que limpia los cadáveres un trabajo que bien puede realizar por sí mismo. No quiere olvidar, además, antes de despedirse de este mundo, brindar por los dioses y hacer una ofrenda por una deuda que no dejará impaga.
 
Breve historia de la filosofía 63 
  La aventura dialéctica

  Sócrates inicia su clase de filosofía con una pregunta. Nosotros decimos clase como si estuviéramos en un colegio cuando, en realidad, nos situamos en una cárcel. Allí está el filósofo. En cualquier situación interviene la filosofía. No necesita de un ámbito específico, ni tampoco de un tema ajeno al contexto de su enunciación. Allí están en la celda, angustiados por la próxima muerte de su maestro, y éste promoviendo la aventura dialéctica para que sus oyentes cambien su pensamiento, vean otra cosa, sientan diferente.

  No será con un discurso bello que lo logrará. El método socrático exige la activa participación del interlocutor. Van juntos, maestro y discípulo, por el mismo camino. El primero es quien orienta la travesía, el segundo comunica su estado de comprensión.

  La navegación y la medicina eran consideradas por Platón artes o modos de hacer similares a la filosofía. Como un timonel coordinado con el vigía, como el médico en su auscultación, el filósofo marca el movimiento lógico con una pregunta casi medicinal: ¿se encuentra bien? Al tratarse de filosofía, en este caso, la pregunta de Sócrates solicita la aquiescencia de su acompañante. Pregunta si está de acuerdo con el procedimiento empleado, o inquiere por su punto de vista sobre lo conversado, su deducción parcial o su aprobación sobre las consecuencias de lo ya dicho.

  La primera pregunta de Sócrates es: “la muerte, ¿es alguna cosa?” Los discípulos responden que sí, que es algo. A nadie se le ocurre decir, y menos a Platón por sí mismo o en boca de un personaje, que no, que no es nada, que es un invento de Sócrates o de las comadres supersticiosas, que la pregunta no tiene objeto. Sí, claro, la muerte es algo, no se sabe qué pero algo es.

  La siguiente pregunta de Sócrates ya no es una pregunta sino un desvelamiento de todo lo que seguirá pero con signo de interrogación. Comienza el ejercicio de la ironía, se pregunta como si no se supiera cuando la respuesta está en la misma interrogación.

  “¿No es la separación del alma y del cuerpo, de manera que el cuerpo queda de un solo lado y el alma sola del otro, no es esto lo que se llama la muerte?”

  Si le agregamos la siguiente pregunta: “Te parece, Simmias (uno de sus acompañantes), digno de un filósofo lo que se llama el placer, como, por ejemplo, el de comer y beber (…) o los placeres del amor?”

  Sí, no, sí, no. Ya está todo cocinado a fuego lento. Una vez armado el cadalso, el ajusticiado comparece para el acto final. De ahí la siguiente pregunta: “¿la justicia es algo o es nada?” El alma, el cuerpo, la justicia.

  El delincuente no es Sócrates, por supuesto que no, es el Cuerpo, sí, el maldito, ese envase que hay que llenar de contenido, alimentar, que se abolla, enferma, que nos llena de amores, deseos, temores y quimeras. El cuerpo nunca conduce a la sabiduría, insiste el maestro. No contento con esto extiende su argumento: “¿de dónde nacen las guerras, las sediciones, los combates?” Estuche carnal que nos hace esclavos de las pasiones y nos ciega, no tenemos más remedio que abandonarlo si queremos llegar a la verdad, a la libertad, la felicidad, y la serenidad.

  Sócrates les anuncia la buena nueva de su viaje. Volverá de donde viene, porque de ahí venimos, de la muerte. Nuestra ciencia, reafirma, no es más que reminiscencia. Nada en la experiencia nos ilumina respecto de las ideas de magnitud, igualdad, salud, fuerza, belleza, bondad, justicia. Son abstracciones que no se inducen de lo que se ve. Las ideas universales ya las tenemos en el alma, es ella, el alma, que las tiene escritas y nos conduce a la Verdad.

  Encerrada en el cuerpo, el alma sufre, los sentidos la turban, la extravían, la hacen vacilar, tener vértigos, como si estuviera ebria. ¿Cómo no estar beodo si las cosas no se detienen nunca, cambian constantemente, y la brújula psíquica apunta para todas partes?

  Nada detiene a las cosas mortales, la locura acecha a los hijos de la apariencia. Sólo una vez que lo divino mande, si el alma se recoge en sí misma y no tiene comercio alguno con el cuerpo, si el hombre medita siempre y aprende a morir, entonces sí, la liberación está cerca.

  ¿No es, entonces, la filosofía, una preparación para la muerte?

  Breve historia de la filosofía 64 
  Después de la muerte

  Quien ha llevado una vida disoluta al morir tiene el alma en malas condiciones. La imagen de Platón es plástica, habla de un alma con manchas, afeada, cubierta por una capa tosca, pesada, terrestre y visible. Un alma así anda errante y mora por los cementerios. No ha podido desprenderse por completo de su corporalidad y por eso tiene un mínimo grado de visibilidad que la hace espectro. A esta peculiaridad se debe la realidad de los fantasmas que habitan alrededor de las tumbas.

  Pavor les producía a los griegos la posibilidad de la errancia del alma. Su relación con la fijeza, con el arraigo, con el lugar, se muestra en el dictamen del peor de los castigos: el destierro. Un hombre sin tierra, un alma sin morada, el sin rumbo, es el peor de los dolores.

  Por eso Sócrates no acepta la sugerencia de sus amigos que le recomiendan huir de Atenas, de ahí que insista en su subordinación a las leyes de su ciudad. El lugar es la identidad.

  Sócrates se refiere ahora a lo que sucede después de la muerte. Dice que quien ha hecho de su vientre su dios, se reencarnará en un asno o en un animal semejante, supongo una mula. Las almas que han amado la injusticia, la tiranía y las rapiñas irán a animar cuerpos de lobos, gavilanes y halcones.

  Todas las almas se reencarnarán en cuerpos análogos a sus gustos. Aquellas que han tenido un soporte material que supo de la templanza y la justicia, habitarán animales pacíficos y dulces como las abejas, las avispas y las hormigas. También podrán aspirar a ocupar en el futuro un cuerpo humano para formar hombres de bien.

  El cuerpo es una prisión oscura, agrega. El filósofo se identifica con los cisnes que cuando van a morir cantan mejor aquel día que lo han hecho nunca a causa de la alegría por unirse con el dios al que sirven. Sócrates, consagrado a Apolo, lo invoca en sus últimos momentos.

  El maestro no quiere convencer a sus amigos. Es cierto que les habla de sus pensamientos, los ve apesadumbrados, hasta desesperados, y sabe que si esta actitud no es pensada toda su enseñanza se pierde, hasta para él mismo.

  La razón, el logos, la ventura que nos proporciona el alma para ver la esencia de las cosas, es lo único que puede liberarnos del engaño de los sentidos y de las pasiones. Es necesario luchar contra los enemigos de la razón, los misólogos. Pero a diferencia de los disputadores tercos, Sócrates aclara algo de gran importancia: “yo no intento sólo persuadir sino convencerme a mí mismo”.

  No es dueño ni poseedor de la verdad. Reconoce no conocer las causas de ninguna de las cosas que afirma. Ni presume de saber si cuando a uno se le añade otro uno, si es éste uno al que se le añadió un otro, es el que se convierte en dos…

  Anaxágoras, recuerda, es quien sostuvo que existe una Inteligencia que es causa de todo y que ha dispuesto el mundo del mejor modo posible. Averiguar el orden de este cosmos así diagramado nos permite no sólo alcanzar a comprender la perfección sino su desarreglo. La ciencia es una sola.

  Sin embargo, Sócrates dice estar cansado de examinar las cosas. Le sucede lo mismo que a los que miran directamente un eclipse de sol. Se hacen daño a los ojos. Pierden la vista si no toman la precaución de observar en el agua o en cualquier otro medio la imagen del astro. Este discurrir por una infinidad de medios es lo que cansa al maestro.

  Se acerca el final. Sócrates rememora los mitos del viaje de las almas. El abismo profundo lleva a las almas malditas al Tártaro en el que se reúnen las aguas de los ríos, de Océano. Aqueronte, Puriflegeton. Las almas buenas vuelven a la tierra, y las purificadas por la filosofía se hacen etéreas.

  Cae el sol, es tiempo del baño. Sus tres hijos lo acompañan a lavarse. Se sienta y bebe el veneno. Camina, se recuesta, los amigos lloran y Critón sale violentamente de la celda.

  “¿Qué hacéis amigos míos?”, exclama contrariado. Lo cubren hasta la cabeza con una manta. Se destapa y le ordena a Critón que acaba de reingresar que sacrifique un gallo para Esculapio, el dios de la medicina. Se cubre nuevamente. Critón le pregunta si desea algo más. No hay respuesta, perciben un estremecimiento en el cuerpo de Sócrates, corren entonces el paño. Tiene los ojos fijos.
 
Breve historia de la filosofía 65 
  De Anima

  Del maravilloso diálogo de Platón en el que vemos al maestro dar su última clase antes de morir, de la tensión de hondo dramatismo en el que Sócrates describe el viaje del alma hacia la buenaventura, caemos en el texto de Aristóteles sobre el mismo tema, sí, caemos, del cielo a la tierra.

  Y en esta caída al hogar que nos abriga, lo primero que percibimos es la diversidad, y lo segundo que padecemos es la confusión. Un tipo específico de embrollo ya que se debe a la puntillosidad de un espíritu analítico.

  La filosofía desde sus inicios griegos adosa al ejercicio del pensamiento las operaciones de división. Se define al pensamiento como discernimiento, a éste como crítica, y a la crítica como un entramado por el que pasa el lenguaje y es depurado de sus sobras hasta que el caldo concentrado del verbo sea un resto sustancial.

  De la serie de sustracciones llegamos al sustrato.

  Dividir en géneros y especies, multiplicar la división, tiene por finalidad descartar lo no válido hasta que se llega al momento de la definición. Es el tránsito de “lo que es”, de lo que se presenta, al “qué” de lo presentado.

  Con Platón la división se inscribe en un diálogo en el que la vivacidad del interrogatorio respeta las reglas del diálogo socrático: frases cortas, respuestas rápidas, polifonía. Con Aristóteles del diálogo se pasa al Tratado, en el que el discurso se reconoce como escritura y deja de lado su escenificación verbal y la postura de la disputa en la interlocución. La escritura filosófica deja de ser discurso –reminiscencia oral– pasa a ser texto, un tejido que se vale por sí mismo, que se justifica por la calidad de la textura y pierde el tono personal. Habla el logos.

  Y se hace largo, y desordenado de tan ordenado, interminable de tan puntilloso, inconcluso de tan terminante, desbordante por lo austero. Evidentemente, no se me hace sencillo leer al autor de la enciclopedia antigua.

  Acerca del alma, esta vez el tratado de Aristóteles no nos envía el cielo, ni al Tártaro, ni al Hades, ni siquiera nos ilusiona con el goce y la liberación. El alma es un chip metido en el cuerpo que da vida. Alma y vida. Hay alma porque hay vida. El alma no tiene que ver con la muerte sino con la vida.

  Hay alma porque hay movimiento, las cosas nacen, se corrompen, alteran, mueren. El cuerpo está compuesto por líquidos y sólidos, además de aire, pero sus afecciones, lo que siente, el valor, la dulzura, el miedo, alegría, se debe al alma. Las pasiones no son secreciones del cuerpo abominable propagador de todos los males, sino síntomas de nuestro ánimo, de nuestro hálito, de que la cosa animada no es sólo cuerpo sino vida.

  Entonces los animales también tienen alma, ¿o no la tienen? Muchos discuten el tema, la verdad es que no sé si se ha llegado a alguna conclusión, pero parece que los animales tienen alma desde el momento en que su vida animal se rige por principios que no son cuerpo. El principio de nutrición, el principio de reproducción, que hace que se alimenten y copulen.

  El alma puede ser muchas cosas, principio generador, y, además, aquello que se mueve por sí mismo. Al alma no se la mueve, “se” mueve, y a veces ni siquiera se mueve sino que “se” contempla inmóvil, y de esta quietud autoscópica nace el mundo de las formas.

  Misterio. Toda la filosofía termina en una rareza, ya sea la ataraxia estoica, la teoría aristotélica, el Genio Maligno cartesiano, la beatitud spinoziana, y no sigo, pero menciono uno más: el eterno retorno nietzscheano. Esta rareza es el eureka del filósofo, se compone de dos gestos: uno es la tirada de toalla en el ring de quien ya no puede más, el otro gesto es la ofrenda floral, del torero a la belleza del lugar.

  Breve historia de la filosofía 66 
  A la manera del Fedón sin filtro

  Esta historia de la filosofía no sólo es breve sino personal. El orden cronológico puede verse interrumpido por algún suceso fortuito deparado por la memoria, o por algún inesperado incidente. En este caso se conjugan ambas cosas.

  Una editorial me envía un libro francés para que les dé mi opinión sobre la conveniencia de comprar los derechos de autor. Es una biografía “cruzada” de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Hojeo el libro. Pasa por temas varios que enumeran anécdotas relativas a los primeros años de formación de uno y de otro. Selecciono de acuerdo al índice los temas que despiertan mi curiosidad. Aparece mi profesor François Châtelet, tutor sólo nominal de mi tesis (en aquella época en la Universidad de Vincennes cada uno hacía lo que quería, por suerte y gracias al Mayo 68 y al Director del departamento de filosofía Michel Foucault), muy amigo de Deleuze y de gran amistad, además, con mi querido amigo, el escritor y profesor Rafael Pividal. La última vez que vi a Châtelet fue en uno de mis viajes, creo que a finales del 80 o comienzos del 90, en el que el viejo coloso ya estaba convaleciente. Sin embargo, preparaba ufano un viaje académico a Suiza. Le hice una entrevista cuya desgrabación aún guardo en una carpeta y nunca se la entregué a nadie.

  Enfermó de cáncer en la garganta. Fumaba mucho. Recuerdo en las clases desempacando sus Camel sin filtro, placer refinado en la cultura de los Gitanes y los Gauloises negros. En esa época se fumaba con pasión. Rafael era aficionado a los Pall Mall sin filtro. Althusser fumaba negros y “cigarritos”, unos habanitos muy coquetos. Rafael murió de cáncer en la lengua. Althusser acogotó a su esposa porque no le respondió enseguida en dónde estaban los puchos. Unos años antes había visitado a Oscar Massota en Barcelona, fumador continuo, mientras apagaba un pucho prendía el siguiente, otra víctima del cáncer de garganta.

  Volvemos al libro. Cuenta el biógrafo que internan a Châtelet. Está grave. Quieren hacerle una traqueotomía. Deleuze lo visita, habla con él. Se querían. Deleuze, enfermo de tuberculosis, fumador, todavía en pie antes de que lo conectaran a los tubos de oxígeno sin los cuales ya ni podía hablar, aprecia a François, le dedicará un libro: Pericles y Verdi, dos efigies del panteón châteliano. Châtelet escribía de noche mientras escuchaba sus óperas. Para él, siempre tan generoso hasta el exceso en los elogios de sus amigos, decía que Deleuze era el más grande entre los grandes de la historia de la filosofía. Lo admiraba sinceramente. Le preguntó si debía hacerse la traqueotomía, ya estaba sin ganas de hacerse nada. Deleuze le responde que sí, que lo puede ayudar a mantenerse vivo. Y al estar en vida, mientras pueda tener una lapicera en la mano, seguirá haciendo filosofía. De eso se trata, de seguir filosofando. Para eso, lápiz y papel cuando la voz ya no da, y aún con voz el testimonio escrito es irremplazable.

  Sócrates aún pertenecía a la era de los sabios que expresaban su saber en vivo y entre escuchas. La escritura es “una prostituta”, dice Platón en el Fedro. Una cosmética burda que se interpone entre la vista y la luz del Objeto Sublime. Los filósofos de la época no son grafómanos –para emplear el calificativo ya irremplazable de la profesora Mónica
Cabrera.

  Deleuze, cuando ya no puede más, sin fuerzas, escribe aquel último artículo: Una inmanencia, una vida. Días después abre la ventana de su cuarto y se arroja a la calle. Foucault en sus últimos días de hospital, corrige las pruebas de sus dos últimos libros. Leemos el maravilloso diario personal Matar el tiempo en el que Paul Feyerabend, con su tumor cerebral, prosigue en la cama del hospital la cotidiana escritura del libro que estamos leyendo hasta que aparece una página en blanco. No es un problema de edición. Al dar vuelta la hoja sigue un párrafo, pero de su mujer. El filósofo entró en coma, quedó a media página, cuando escribía que lo más importante es el amor. Aún respiraba cuando su mujer Grazia le susurraba al oído que un editor quería publicar esas memorias.

  Volvamos al Fedón, a la última clase de Sócrates, su pensamiento acerca de la inmortalidad del alma, su lección de sabiduría. Retengamos la escena y peguemos ahora junto al conocido grabado del coloquio ateniense, la estampa de nuestros maestros del inmediato ayer. Aquel nos habla de la inmortalidad, éstos de la muerte inminente. Ambos hacen el último día lo que hicieron todos los anteriores: trabajar, practicar la intensidad de la labor filosófica. Sócrates reaviva las delicias de la trascendencia, las delicias del pasaje entre dos mundos. Deleuze junto a Châtelet, Feyerabend y Foucault, en nombre de la inmanencia se deciden por la acción en bruto, la que crea su propio sentido al hacerse, la del nombre propio que se disuelve en su expansión en la multiplicidad universal. Uno metempsicosis, los otros, metamorfosis.
 
Breve historia de la filosofía 67 
Los sentidos del alma

  Ustedes se preguntarán por la razón de que una vez anunciado el Medioevo, sigamos evocando el discurrir sobre el alma de Platón y Aristóteles. Les daré dos razones. Una es que la filosofía medieval es una larga y casi interminable meditación sobre el pensamiento de ambos. Lo que sucede con la criatura terrenal es importante para los pensadores de la época, casi como lo que concierne respecto de los ángeles, y de algún modo, y guardando las proporciones, con los rasgos diferenciales e intrincados del Creador. Y la criatura terrenal, gracias a Dios, tiene alma.

  La otra es una cuestión físico-mental. Estoy haciendo vestuario. Precalentamiento. Carezco de manuales de bolsillo, además de mis insuficiencias eruditas. Estoy elongando antes de salir a la cancha para confrontarme con teólogos, escolásticos, neoplatónicos, sufis, aristotélicosjudaicos... mama mía, virgencita santa, no tengo otra aternativa que colgarme del travesaño.

  Es increíble Aristóteles, para hablar del alma en su tratado Acerca del alma, le encanta describir el comportamiento de los animales y de las plantas, para luego seguir con un minucioso análisis de los sentidos corporales.

  Dice que las raíces de las plantas tienen la misma función que las cabezas de los animales. Que los árboles crecen para arriba y para abajo. No se me había ocurrido a pesar de que mi esposa es arquitecta paisajista. Le comenté el pensamiento del Estagirita y le resultó adecuado. Desde ese momento miro a los árboles de otro modo. Inclino mi cabeza sin hacer la vertical porque moriría de aplastamiento vertebral con discopatía agravada, y miro al árbol de abajo para arriba. La copa y las ramas son la pollera, no sé por qué feminizo al árbol que siempre me pareció un señor, pero visto al revés es como si hubiera sufrido un proceso de transexuación o que los árboles son escoseses.

  Son raros los árboles, tienen entonces la cabeza metida en el suelo, y desde ese punto de vista son simétricos. Las ramas y las raíces se parecen, se lo ve bien cuando los árboles caminan y se desplazan con las raíces al aire como en los films de animación.

  Me parece que estoy haciendo un Aristóteles visto por Walt Disney, pero sigamos, al menos le ponemos color.

  Para el sabio griego el mundo está compuesto por vasos comunicantes que se vinculan por relaciones de semejanza. El sonido pasa a través del aire, su medio específico. El oído, receptor de la onda sonora, es a su vez una cámara de aire. Está naturalmente adaptado al aire.

  Existe lo natural, el lugar adecuado para cada cosa, aparece la violencia cuando se desnaturalizan los procesos. El todo tiende a la perfección, hay un Intelecto que dispuso el cosmos para que funcione con máxima excelencia por la que la naturaleza obra siempre en vistas a un fin. Las relaciones de semejanza ilustran la armonía universal.

  Dice Aristóteles que la luz es el color de lo transparente. Cita a Demócrito que afirma que si entre el órgano de la visión y el objeto existiera el vacío, veríamos una hormiga en el cielo.

  El olfato es rústico, no tiene agudeza, le falta sutileza, no hay olores interesantes. Se reduce a lo agradable o desagradable, formas derivadas del placer o del dolor. Por necesidad deductiva la proposición nos remite a considerar que la gente que juzga el acontecer solamente por la polaridad divertido-aburrido pertenecen a la especie del mymecophaga tridactyla, el oso  hormiguero, ens megahocicoide. Ay qué divertido, exclaman mientras abren las fosas y humedecen la mucosa.

  Los sabores requieren mayor pericia para captarlos con nitidez, necesitan de un órgano bien humedecido, no como el olfato de mayor sequedad. No olvidemos  que hablamos del alma, aunque estemos con la nariz y la lengua. La pupila es de agua, el oído – ya lo dijimos -  de aire, el olfato es mezcla de ambos, se moja un poquito con la mucosa, se seca con el aire. La tierra, en todo caso, agrega, le da sustancia al tacto.

  No hay órganos especiales para lo que denomina “ los sensibles comunes ”, aquellos que percibimos por accidente: movimiento, reposo, figura, magnitud, número, unidad ( el número lo percibimos por negación del continuo ).

  Hay una facultad que no es corporal: la del discernimiento. Saber que lo dulce es distinto a lo blanco  no se deduce por medio de los sentidos. Diferente es la phantasía que nos permite imaginar a voluntad, y que nos vincula tanto a lo que “aparece” como a lo que “parece”.

  Finalmente, y de un modo acotado, escueto, y poco elaborado, nos habla del Intelecto capaz de Ser y otro Intelecto capaz de Hacer, siendo el agente más excelso que el paciente.

  El intelecto no se mueve sin deseo, así lo dice Aristóteles. El principio generador de la vida es el Objeto Deseado. Es el Bien.  La potencia motriz del alma es el deseo, el alma y todas sus partes: nutritiva, sensitiva, intelictiva, deliberativa, desiderativa. El apetito nos sujeta a lo inmediato, el intelecto nos arroja al futuro.

   

  Breve historia de la filosofía 68 
  Filosofando con John

  “Agárrense de las manos”, “abrónchese los cinturones”, comienza el viaje por el Medioevo propiamente dicho. No hay vuelta atrás. Del mismo modo que el personaje de Mark Twain, Un yanqui en la corte del Rey Arturo, nos despertamos una mañana en uno de esos fríos castillos antes de la invención de la chimena – años mil – y sobre la cama descansa mejor que nuestro cuerpo aún sorprendido y helado, un libro: el Peryphyseon,  que un rubia doncella dejó la noche anterior sobre las sábanas. No hay como la Alta Edad Media, tan voraz y lujuriosa. 

  Alta quiere decir más atrás, y Baja más cerca nuestro. Por lo tanto la Alta Edad Media se  extiende desde la caída del Imperio Romano hasta los años mil.  Figura descollante de la filosofía de la época es el autor del volumen mencionado que traducido da: División de la Naturaleza. Es de Juan Escoto Eriúgena, o Erígena o John the Scot. Era irlandés a pesar de su apellido, se decía escosés a los irlandeses. Nace en el año 810 y su obra la escribe a mediados del siglo IX.

  Por las invasiones bárbaras muchos eruditos se fugaron a Irlanda. Después de un par de siglos, en tiempos de tregua, vuelven los sabios al continente. Lo hace John a la corte de Carlos II el Calvo, o Charles the Bald, uno de los hijos de Luis el Piadoso

  Luis había recibido de Miguel II el Tartamudo, un códice con las obras del Pseudo Dionisio el Aeropagita, que John traducirá del griego al latín. La tradición basada en este texto conocida como “oriental” nos llegó gracias a Máximo el confesor, confronta con la “occidental” de San Agustín y Boecio. Se la conoce como neoplatónica.

  John se hace conocer por sus habilidades retóricas y su bagaje erudito en su mediación doctrinal en la polémica entre Hincmaro de Reims, Párvulo de Laon y Rabano Mauro de Godescalco, ya conocidos de todos ustedes.

  Son épocas en que se editan a los clásicos latinos gracias al uso del pergamino que reemplaza al papiro egipcio que no llega a Europa por el bloqueo musulmán del Mediterráneo. John no fue un filósofo fácil, pero no por su prosa que intenta ser clara y llega a serlo. El libro mencionado está escrito como un diálogo entre un Maestro y un Alumno, y se deja de leer con facilidad, más aún si uno ha sido arrestado y confinado a una celda por un tiempo insoportable. Más o menos era la vida que llevaban los eruditos palatinos de la época que perdían los ojos ante la escasa lumbre de negras bibliotecas.

  Fue difícil para sus contemporáneos, y para los futuros lectores que durante más de tres siglos no supieron si prohibirlo o dejarlo circular. En el año 1210 el concilio de París condena sus escritos por abuso de panteísmo y naturalismo.

  Más aún, el prestigioso medievalista Etiénne Gilson se hace eco del rumor de que John muere asesinado por sus alumnos, evento difícilmente verificable pero que avisa a los profesores de hoy, entre los que me cuento, de un destino probable.

  Decir que la Naturaleza es Una y que Dios está “en” todo, era una herejía. Además de injusta ya que John no afirmaba tal cosa. Se esmeró en dividir el mundo en partes, marcar los hiatos, respetar las jerarquías y mantener a distancia al Creador de las criaturas. Pero la labor de la censura era infatigable y cambiante. La necesidad de fijar un canon, de defenderlo de los ataques de infieles, herejes, disidentes, hacerlo útil para los papados y episcopados, estimulaba el ingenio discursivo tanto como una inventiva dedica a marcar nuevas franjas de exclusión.

  Por el hecho de que la época es casi estéril en especulación, el pensamiento de John se hacía notar en dicha escasez. Trataremos de ofrecer una idea de la filosofía de este docto palatino, de quien Bertrand Russell cuenta en su historia de la filosofía occidental que tenía tanta familiaridad con el Rey Carlos el Calvo que mientras comían el monarca le pregunta:

  -   what separates a scot from a sot? ( cuál es la diferencia que separa a un irlandés de un borracho?

  -   only the dinner table ( esta mesa )
 
Breve historia de la filosofía 69 
  La lengua superlativa

  La dialéctica incluye dos procesos. Una es el de la división por el cual se descompone la unidad en individuos. El otro es el análisis que va de los individuos a la unidad. El pasaje no es directo sino gradual, ya que el sistema de diferenciación pasa por géneros y especies. La dialéctica no es meramente un procedimiento discursivo sino el mismo ordenamiento ontológico de la realidad, la estructura del Ser.

  Para que la operación se lleve a cabo en su medida y armoniosamente, el dialéctico se inspira en la tabla de categorías de Aristóteles clasificada por rubros: esencia cantidad/cualidad/relación/situación/hábito/lugar/tiempo/acción/pasión.

  Las categorías se aplican y se conocen a partir de las cosas tanto inteligibles como sensibles. Si no se rellena la forma lógica con un ente que pase por uno de los sentidos, no se aplica la categoría, de ahí que Dios sea a-categorial. No es definible por el lenguaje humano.

  Al no ser nombrable, los nombres de Dios no son más que traslaciones de sentido o metáforas, o transferencias entre el todo y las partes, metonimias. El único recurso que tiene el discurso teológico es la combinación entre una vía negativa – apofatiké -  y otra afirmativa – katafatiké - .

  La vía sólo afirmativa nos aproxima a la esencia divina a la vez que nos la hace innaccesible. Nos referimos a la Causa por las cosas causadas o derivadas: Verdad, Bondad, Esencia, Luz, Justicia, Sol, Estrellas, Espíritu, Agua, León, Oso, Gusano...todos nombres que aparecen en las sagradas escrituras cuando evocan al Creador, pero quedamos prisioneros de la semejanza.

  Siguiendo a El sofista de Platón, toda definición del ser es relativa, todo ser se nombra en relación a un no ser. Por lo que el lenguaje fracasa al pretender nombrar el absoluto. Para paliar esta dificultad John Scot propone construir una lengua con proposiciones afirmativas y contenido negativo. Es la lengua superlativa.

  Para que la cualidad sustancial que se dice de Dios no tenga opuesto se dice que es Superesencial (Hyperousiós), Superbueno (Hyperagathós), Superverdadero (hyperaletheós), Supersabio ( hypersophós), Supercorredor ( Hypertheós).

  De este modo nos referimos a su esencia negándola porque no la nombramos como tal y a la vez afirmándola porque la magnificamos.  No quedamos encerrados en la división dialéctica y a la vez hacemos uso del lenguaje que nombra un absoluto.

  Sugiero no malgastar demasiado las neuronas para encontrarle un sentido consistente a este artilugio argumentativo. Las disquisiones conceptuales de los filósofos medievales, abundan en hallazgos de tipo sofístico inevitables para quien pretenda demostrar linguísticamente la existencia de Dios o el funcionamiento del mundo. Sofístico para nosotros, hijos de la Ilustración y expertos en escepticismo, ellos se jugaban en encontrar el lenguaje verdadero que legitime una autoridad absoluta.

  Lo que sí puede llamar la atención, y no es para menos, es el calificativo de Supercorredor para mencionar a Dios. Escoto dice que la palabra Dios viene del griego theorô, que  es “veo”, pero théo es también corro. Por lo que théos es vidente y corredor. El Verbo divino, aclara, corre a pesar de que no se mueve. Desde sí mismo, en sí mismo, y hacia sí mismo, el Supercorredor se infiltra por el cosmos. No está muy lejos la imagen de Agustín que dice que el mundo es como una esponja que flota en un inmenso estanque divino, penetrada por el agua que corre.

  Dios fluye y en su fluir en el verbo se hace Ser.

   

  Breve historia de la filosofía 70 
  Desbrozando malentendidos

  El azar y el olvido existen. No sé si tienen la fuerza de una de las musas más nombradas de la Antigüedad, me refiero a Mnemosyne, la Memoria, pero estos embajadores del desconcierto a veces dejan su impronta.

  El libro de Juan Escoto Eriúgena hace años que está en uno de los estantes de mi biblioteca e ignoro la razón  por la cual reposaba en el mismo anaquel, en su adjudicado centrimetaje, sin moverse jamás de su lugar para ser tocado por mis manos y menos enfocado por mis ojos. Es muy probable que lo haya comprado por un error. Cuando hace años vi en el kiosko el ejemplar de tapa dura azul de Hyspamérica, creí adquirir un texto de un filósofo que sí me interesaba leer: Duns Scoto, pensador medieval cinco siglos posterior.

  La insistencia de Gilles Deleuze en que Duns Scoto era el filósofo de la inmanencia por excelencia, y que junto a Spinoza eran las bases de la “otra filosofía”, aquella que no se enuncia según el modelo binario de las trascendencias, me hizo llevar contento a casa este ejemplar equivocado. Al darme cuenta de la confusión, lo dejé dormir casi para siempre. Ahora, gracias al proyecto de esta Historia Breve, resucita, él también, y lo leo y comento.

  El prologuista del ejemplar, Francisco José Fortuny, sin duda es de una erudición temible. Sin embargo, llama la atención la insistencia que tiene en afirmar que la filosofía de John gira alrededor de un concepto que jamás imaginó ni escribió: subjetividad.

  Una vez aclarado por sus observaciones puntillosas el malentendido por el cual Escoto pudo haber sido asociado al panteísmo, parece, sin embargo,  que puede ser, gracias a su esmero, ubicado en otro lugar para desplegar otros malentendidos, en este caso el que lo vincula al idealismo alemán, por un lado, y a inquietudes que nos son mucho más cercanas por el otro.

  Decir que en John, Dios es el protagonista de una teofanía o automanifestación divina, como también lo asevera Etiènne Gilson, es, según Fortuny, establecer un modelo hermenéutico de la subjetividad humana sometida a las leyes del discurso. Dicho así, suena bastante a las elaboraciones filosofantes del estructuralismo sesentista que todo lo remitía a la falta o carencia del sujeto hablante que se pierde a sí mismo en las cadenas significantes, etc. En fin, la escisión del Sujeto. Así en esta teología de vanguardia del siglo IX Dios se crea al crear, y al decirse a sí mismo, en realidad no puede del todo conocerse. Por el hiato sujeto/discurso, la mónada fundante, agrega Fortuny, se convierte en díada, es decir conocimiento discursivo categorial.

  La creación queda sometida así al tiempo y al espacio, y la divinidad lanza el proceso de su autoconsciencia hasta un retorno fechado en el fin de los tiempos. Este Hegel teologal recorre la sustancia del en sí mudo y gris como una roca, pasa al desde sí en el que se separan las tinieblas y se despliega la creación, hasta la reconciliación del para sí del ser iluminado, el goce absoluto.

  Si a este neohegelianismo recurrente lo adobamos con la negatividad, así la llama, de todo discurso “automanfestativo”, los hechos históricos, remata Fortuny, no son más que letras del discurso divino y la historia es el texto creador de la subjetividad divina.

  Interpretación algo forzada a pesar de la importancia del aspecto significativo del lenguaje  en la ontología de John. Hay, sin dudas,  una preocupación por las relaciones entre el ser y el conocer. Aceptado esto, la especificidad del enfoque de nuestro filósofo reside en que el problema se vuelve intrincado cuando quiere establecerse el orden de la jerarquías en el cosmos teológico. Los grados, las escalas, el orden, el modo según el cual se realiza el doble movimiento de procesio (ascendente) y reversio ( descendente), es de vital importancia en un mundo en el que una vez afirmado que Dios está en todo, no todos estamos del mismo modo en Dios. A este reparto asimétrico de favores divinos nos referiremos la próxima vez.