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Diógenes y Epicuro - por Jimmy Jazz
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Breve historia de la filosofía 21
Los epicúreos
Nada nos tiene que hacer desesperar. El hombre que sabe quién es no pierde el control de su mente. Los estoicos aseguran que tenemos la capacidad de resistir a los infortunios si aprendemos los mecanismos de la figuración psíquica. En el siglo XVIII existía una escuela filosófica de la que se reclamaban los “ideólogos”. La ideología era el estudio de la constitución y del funcionamiento de las representaciones. Modificándolas se podía alterar la conducta. A diferencia de los antiguos, los ideólogos sostenían que las ideas estaba compuestas por átomos ideativos que se ligaban por leyes de asociación. Cambiando la concatenación, desviando la dirección habitual de la imagen asociada, nuestro modo de conducirnos también se modificaba.
Esta escuela fue importante para los reformistas morales en los tiempos de la Revolución Francesa. Se consideró posible a partir de esta concepción pensar que una sana pedagogía y una nueva instrucción, enmarcado en un sistema de castigo ejemplificador, podían reformar moralmente a los delincuentes. El hombre era mejorable.
Volvamos a la antigüedad. No se trata de que el hombre sea bueno sino sabio. Para los epicúreos la sabiduría consiste en discriminar a nivel representacional los buenos de los malos placeres. Los malos son falsos, emergen de la opinión pública, de necesidades de renombre, de la mirada de los otros, y nada tienen que ver con las cualidades del objeto y de la verdadera satisfacción del sujeto.
El conócete a ti mismo socrático se prolonga en un sepárate de los otros. Se necesita un trabajo sobre sí, independiente de lo social para que nuestra conducta sea auténtica, es decir, ética.
El hombre que se cultiva a sí mismo, quien lleva a cabo los ejercicios de desprendimiento de lo que nos han inculcado para ser útiles a la sociedad, quien penetra a fondo y rompe la coraza del deseo que nos zarandea entre el exceso y la falta, sabe que el placer es mínimo. Agua y pan, sol y aire, poco. Hay quienes saben encontrar los mil y un matices a los vinos y hacen gárgaras en el buche antes de escupir el sorbo en una vasija de metal. Son entendidos en cepas y cosechas. Mejor dicho en química inorgánica. Recomiendo para este tema el libro Pasarla bien de Miguel Brascó, un epicúreo argentino y heterodoxo.
Pero hay quienes saben distinguir los sabores del agua mineral. No es lo mismo Glaciar que Eco. Para Epicuro ni siquiera hay que ir tan lejos. Basta con tomar la misma agua. No en el sentido heraclíteo, ya sabemos que nunca se toma la misma agua dos veces, sino a partir de una reducción máxima de la oferta.
Quien menos varía el producto degustado, más zonas diferenciadas crea en su paladar. Por supuesto que esta afirmación es discutible. Supongamos a un beduino. Ida y vuelta por el desierto. Para él el agua nunca es la misma. Hay agua rica y agua pobre. Dura y blanda, no se rían, ya sé: con gas o sin gas.
Quisiera dejar por terminado este asunto del agua que creo que no da para más. Respecto del pan, obviaremos el tema.
Dice el maestro Epicuro: “Ni banquetes ni orgías constantes ni disfrutar de muchachos ni de mujeres ni de peces ni de las demás cosas que ofrece una mesa lujosa engendran una vida feliz, sino un cálculo prudente que investigue las causas de toda elección y rechazo y disipe las falsas opiniones de las que nace la más grande turbación que se adueña del alma. De todas estas cosas principio y mayor bien es la prudencia”.
La lección es clara, si es que entendí bien: nada de orgías constantes.
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Los cínicos 1
Extraño movimiento filosófico. Se dicen discípulos de Sócrates. Conservan de él la vida austera, la condición de hombre pobre, y la capacidad de escarnio. Pero no emplean la ironía, ya que ésta es parte de una práctica dialéctica, de un modo de interlocución, y de una esperanza social. Los diálogos platónicos muestran la escena en la que el maestro disuelve el saber de los ciudadanos con el fin de que se convenzan de la necesidad de emprender un camino de sabiduría y ascetismo que los haga capaces de gobernar a la polis.
No hay esperanza social en los cínicos. Su acción tiene la fuerza y los límites de la denuncia. Su legendario epónimo es Diógenes.
La palabra cínico deriva de “perro”, eran los perros de Atenas. Ser animal es una virtud cínica. La humanidad es, para ellos, artificial, cosmética, hipócrita, por supuesto que es la humanidad cultural y política, la otra, la humanidad desnuda, es justamente la animal. El animal es quien está cerca de los dioses.
Son conocidas las anécdotas de Diógenes: masturbarse en público, tener por único abrigo un tonel, salir a la luz del día con un farol en busca de un verdadero hombre, pedirle al emperador Alejandro que se corra de su lugar ya que le tapaba el sol, etc.
Muchos de estos hechos se describen en los episodios narrados por Diógenes Laercio. De los cínicos nos han quedado estos breves relatos ejemplificadores, y se han perdido sus obras. Nos llaman la atención las profusas obras escritas y perdidas de estos hombres aparentemente sólo escandalosos.
La palabra cínico ha tenido los mismos avatares y resignificaciones que la palabra sofista. Ha quedado devaluada y funciona como un anatema. Oscar Wilde decía que ser cínico es saber el precio de todas las cosas y el valor de ninguna. Una persona cínica es la que no cree en nada y no se lamenta por ello. Por el contrario, le da risa. Se ríe de la credulidad de sus semejantes.
Lo que más molesta del cínico es su goce.
En la década del ochenta del siglo XX el cinismo se convirtió en un nudo problemático. Emergió al interior de una discusión de lo que podemos llamar una “interna alemana”. Los trabajos de Habermas sobre lo que definía como anti-modernidad, hacían uso de aquella palabra como una descalificación filosófica. Cínica era la filosofía que se mofaba de los valores de occidente al mismo tiempo que se aprovechaba de los mismos. Era lo propio de filosofías de tipo contestatario o de un romanticismo dudoso, que ostentaban su descreimiento respecto de los valores republicanos, de las políticas liberales, de la universalidad racional y de la creencia en el progreso de las civilizaciones.
En esta bolsa de rebeldes sin causa Habermas metía a Georges Bataille, Michel Foucault, a los discípulos de Nietzsche, a los filósofos de la sospecha, con sus adláteres y admiradores. También agregaba a los heideggerianos que tenían una concepción de la técnica y de la política retrógrada, y a todas las variantes de surrealismos poetizantes de moda en aquellos días que iban de Derrida a Deleuze.
Por lo visto el ataque se dirige, fundamentalmente, a la filosofía francesa, que incluso había recuperado a un Heidegger no sólo interpretado por Levinas sino comentado en los seminarios de Lacan.
El libro de Peter Sloterdijk publicado en aquellos días, en 1983 más precisamente, sobre el cinismo, Crítica de la razón cínica, embiste contra Habermas y su ética comunicacional. El pregón de la Ilustración con base kantiana, modela la ética de acuerdo a una teoría del procedimiento dialógico. Habermas combina el ideal de universalidad kantiano con las teorías de la comunicación. El imperativo categórico que subsume al individuo bajo las exigencias del deber, se hace interactivo y simétrico. Un nuevo formalismo equitativo hace que los participantes tengan una misma oportunidad de intervenir y decidir las cuestiones comunes. El poder se ha convertido en reglas consensuadas, y la dominación en diferencia acordada.
Para Sloterdijk este armado de simetrías supuestas y formalismos controlados, define al cinismo de la modernidad. Una cabeza doble que se presenta con un solo corazón.
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Los cinicos 2
Los otros, los herederos del discurso de la sospecha y de la rebelión, señalaban el cinismo de los habermasianos, que inventaban un mundo ideal en el que todos los participantes tenían la misma oportunidad de actuar, los mismos derechos, la posibilidad ecuánime de respetar las reglas, con lo que el proceso democrático y la ética apropiada estaban garantizados. El modelo idealizado de simetría perfecta no servía, según el ataque de los herederos de Nietzsche, más que para presentarse en congresos de filósofos que acumulaban antecedentes, pasajes y refrigerios.
En ese momento, hablo de 1983, Michel Foucault saca un nuevo conejo de su galería de sombreros. Lo presentó en su último curso tanto en los EE.UU. como en París: lo dedicaba a lo que llamó La Parresía, subtitulado “El coraje por la verdad”. Trata de la filosofía de los cínicos.
Desplaza el eje de la cuestión. La palabra griega “parresía” quiere decir hablar franco o hablar directo. Pretende ser una palabra desnuda, la aplicación de una retórica negra –al decir de Roland Barthes–, sin remilgos, artilugios, sin los recursos de las artes de la palabra, los ‘tekhné tou logou’, de los que hacían gala los sofistas y dialécticos.
La palabra de los cínicos no sólo era directa sino especialmente dirigida a los que detentaban el poder. El parresiasta que le dice al emperador que se corra porque tapa la luz del sol, arriesga su vida. Jamás usaría su palabra franca, ofensiva, respecto de quien se halla en una posición de debilidad. La palabra de los cínicos vale en tanto el que la expresa se halla en una situación de riesgo, de peligro, agrega Foucault.
Al revés de lo que se entiende por cinismo, es decir una síntesis de las formas del doble discurso, en la palabra cínica hay un hablar abierto, breve, y sin doblez.
Esto implica una particular relación del hablante con lo que dice. Al sujeto de la enunciación, que es aquel que se encuentra en situación de habla; al sujeto del enunciado, el que está marcado en la frase como quien enuncia, se le agrega el sujeto del “enunciando”.
Ejemplo. Yo, Tomás, me paro en una asamblea y digo “¡Basta!, ¡hoy no se vota mientras haya presión y violencia!”. El sujeto de la enunciación es mi persona en una sala con el micrófono en la mano haciendo uso de la palabra. El sujeto del enunciado es el yo tácito en la frase que habla y lanza su imperativo. El sujeto del enunciando es la particular relación que tengo con la frase que dije. Puede ser un artilugio porque mi propuesta política está por perder, entonces soy un farsante. O es una jugada riesgosa porque efectivamente hay una banda de energúmenos con palos que cierran la puerta y amedrentan a los asambleístas. Mi palabra entonces denuncia una impostura y señala el lugar del poder en la medida en que enuncia una verdad.
Todos tenemos una relación con la expresión de lo que pensamos, una instancia de creencia respecto de nuestra palabra. La palabra cínica debe ser franca, en situación de inferioridad, y en relación de autenticidad con lo que decimos.
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El nacimiento del cristianismo
La teoría de los milagros impidió durante siglos el estudio de la emergencia de los procesos históricos. La leyenda del Gran Hombre que nace ex nihilo y del acontecimiento extraordinario saturan con sus variantes narrativas los relatos del mito de los orígenes.
Decir origen no es sólo marcar el momento inaugural de una temporalidad sino indicar la dirección de su trayectoria. Origen es sentido, dirección hacia la que se va determinada por la verdad de su inicio.
En lo que respecta a la filosofía una singular versión del pensamiento ilustrado nos trasmitió la imagen de un primer filósofo que a la manera del dios mesopotámico separaba con la luz de la Razón las tinieblas del pensamiento mítico. Con el nombre de Pitagoras, Parménides o Thales, este primer hombre de dotes incomparables siembra un campo virgen del que brotará la sabiduría capaz de develar los secretos del cosmos.
Los trabajos de la antropología política, de los arqueólogos y los historiadores, entre otras disciplinas en otras épocas consideradas auxiliares, mostraron que en lugar de grandes hombres se trata de procesos institucionales, colectivos, políticos, cuya racionalidad no deriva de grandes mentes sino de una red sobredeterninada de causas que producen rupturas y nuevas figuras históricas.
De un modo análogo, podemos apreciar que los procesos históricos que nos son contemporáneos son analizados tomando en cuenta una multiplicidad de factores, en los que personajes de envergadura y gran peso específico no son sin embargo héroes inmaculados sino protagonistas de una compleja pieza colectiva.
Para apreciar la creatividad de los hombres en situaciones concretas, deben poder describirse los obstáculos que enfrentan, la singularidad de sus conflictos, los intereses que se protegen, las estrategias en pugna y la especificidad de su experiencia cultural.
El año 1 de nuestra era es un misterio. La encantadora fábula de los reyes magos y de una virgen concebida a la distancia se ha convertido en un tótem. Está prohibido mirarlo de cerca. Ha sido necesario que la venida del Cristo Rey al mundo surja como un acontecimiento sobrenatural.
La fe ha sido derivada del milagro. En principio, se cree en lo que no se ve, pero el mito nos permite creer en lo que justamente podemos Ver. Pero lo vieron siempre otros, de este modo la fe proviene del testimonio, de la presencia directa de un testigo.
Hace poco tiempo tuve una discusión con un líder de la secta más ortodoxa del judaísmo. Le pregunté cómo podía afirmar sin ruborizarse que al pie del Monte Sinaí había un millón cien mil habitantes esperando a Moisés. Su respuesta no pudo ser más sagaz: ¿cómo podía yo dudar del hecho si no había estado ahí?
En mi adolescencia, en un curso de historia de la religión judía, el instructor presentaba el relato bíblico del génesis. Le pregunté con ingenuidad positivista si se podía mantener la verdad de que Dios creó el mundo en siete días luego de que la ciencia mostrara el proceso casi infinito de la creación. Su respuesta no me dejó en ascuas, dijo: “nadie sabe lo que son siete días para el Señor”.
Sin embargo, es gracias a la ciencia de las religiones, disciplina elaborada sin prisa y sin pausa en conventos, instituciones religiosas, por eruditos que son monjes y no sólo laicos, que se descubren las maravillas de la historia, en compañía de especialistas del funcionamiento de civilizaciones lejanas en el tiempo.
Día a día, vamos entendendiendo, aún con grandes lagunas, la irrupción de la revolución cristiana y de la mutación cultural que produjo.
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Nacimiento del cristianismo (2)
Les presento a Jean Danielou, para aquellos que no lo conocen. Es un hombre cristiano, además de ser católico, y no sólo raso, sino Cardenal de Francia ordenado por al Papa Paulo VI en 1969. Un jesuita Decano de la Facultad de Teología de París. Murió pocos años después, el 23 de mayo de 1974, en forma misteriosa. Una muerte que pudo haber sido servida en bandeja para un detective con el estilo del encantador Columbo.
El periódico satírico Le Canard lanzó la noticia ante el silencio de la prensa en su totalidad: el religioso había muerto de un infarto de miocardio en el departamento de un cuarto piso de Mimí, o señora Santoni, un corista de cabaret, dedicada al strip tease.
Una vez lanzada la noticia ya no pudo ser callada, y el mismo Vaticano tuvo que hacerse cargo del hecho y encontrarle nuevas explicaciones. No era para menos, Danielou era uno de los favoritos del Papa, y candidato a futuro Pontífice.
Después de haber sido un religioso combatiente por la liberación de Francia durante la Segunda Guerra Mundial, y de haber adoptado posiciones progresistas en el seno de la Iglesia, varió su actitud y defendió las tesis opuestas a las reformas posconciliares y bregó por la línea tradicional.
El incidente tuvo diversas interpretaciones, entre ellas que hacía meses que el primado visitaba a Mimí porque estaba en juego el prestigio de una figura de renombre, conocida del Cardenal, sometida a chantaje. Se decía que en el momento de su muerte llevaba consigo una abultada suma de dinero. Desde la Iglesia se interpretaba que Danielou iba con frecuencia a visitar a la bailarina para confesarla, mostrando esa humildad bíblica ilustrada por el lavado de pies que el Señor ofreció a María Magdalena.
Para quienes están interesados en leer algo sobre el tema, la verdad es que no hay mucho más que lo que aquí esta dicho, pueden consultar además de la Internet, el último capítulo del libro de Héctor Ruiz Núñez: La cara oculta de la Iglesia.
Danielou debe descansar en paz, su muerte no ha sido escandalosa, sino misteriosa, y su vida es lo que nos interesa, de ella su fascinante obra.
El religioso se especializó en el tema de los orígenes del cristianismo. No me refiero a su procedencia social ni política, sino a sus fuentes dogmáticas, a su relación con otros grupos religiosos del cristianismo, y a los primeros siglos del establecimiento de la Fe cristiana y la institucionalización de la Iglesia.
Considero que lo hizo con rigor histórico, gran generosidad intelectual, o sea desprejuicio, y un afán de saber que nunca obstaculizó su camino de devoción.
Sin embargo, recuerdo que una vez en su cuarto del Collège de France, al expresarle al historiador Paul Veyne mi interés por la obra de Danielou, me dijo que no estaba mal, salvo su desconocimiento de lo que había pasado en los primeros setenta años de nuestra era, o sea, casi todo.
Desde mi punto de vista, el trabajo de los historiadores sobre los primeros años de nuestra era, que puede apreciarse en la maravillosa Historia de la vida Privada (tomo 1- Del imperio Romano al año Mil) de Paul Veyne y Peter Brown, no contradice las investigaciones teológicas que Danielou lleva a cabo en su obra –junto a Henri Marrou– en el primer tomo de la Nueva Historia de la Iglesia y en sus trabajos sobre los manuscritos del Mar Muerto.
Respecto de esto último, el descubrimiento de los rollos de la secta de los Esenios en las cuevas de Qumrân, en el año 1947, es a lo que nos dedicaremos en la próxima entrega.
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Los esenios 1
Los esenios constituían una no muy numerosa secta judía de características místicas cuya presencia data entre 100 a. C. y 100 d. C., unos doscientos años aproximadamente. A pesar de haber sido señalada su existencia por testimonios que nos llegan desde los escritos de Flavio Josefo y Plinio hasta Ernest Renan, nunca llamaron la suficiente atención para agregar algún dato más a la historia de la época.
Esto fue así hasta el descubrimiento de los rollos del Mar Muerto en 1947 en las grutas de Qumrân. Un beduino, Muhammed ed Dib, buscando una cabra perdida entró en la cueva y descubrió estos papiros en mal estado. En 1952, otro grupo de beduinos, halla en una segunda cueva nuevos rollos del mismo origen. Las negociaciones de las instituciones científicas y universitarias con los casuales descubridores llegaron a buen término y comenzó el desciframiento de la escritura fragmentada de los rollos.
Para Jean Danielou, este hallazgo es uno de los más importantes descubrimientos de la historia de la humanidad. El erudito André Dupont- Sommer escribió los primeros trabajos sobre la secta y la bibliografía no ha dejado de crecer geométricamente hasta hoy en la que podemos incluir un libro sobre el tema del escritor norteamericano Edmund Wilson.
Los rollos son documentos de la secta esenia en los que se transcriben desde reglas de convivencia, detalles de rituales, hasta himnos y salmos. El interés por la misma se incrementa por el hecho de que son contemporáneos del nacimiento del cristianismo y de la misteriosa venida de Jesús al mundo. Concierne, entonces, a los nuevos datos aportados para el estudio y análisis del medio evangélico y la formación del cristianismo primitivo.
Si la figura de Sócrates es parte de una leyenda siempre enigmática del nacimiento de la filosofía y de la tradición inaugural del pensamiento occidental, la de Jesús no sólo se relaciona con una nueva identidad religiosa y con una creencia de una fuerza descomunal en la historia de los últimos dos mil años, sino que se acompaña por una epopeya de alta dramaticidad.
El suicidio inducido de Sócrates y la crucifixión de Jesús son dos escenas reales, imaginarias y simbólicas a la vez, que han dejado honda huella en el decurso de nuestra civilización. Atenas y Jerusalén conforman para filósofos contemporáneos –cito por caso a Leo Strauss– dos tradiciones que identifican el acervo cultural básico y continuo de la historia de la que provenimos y vivimos.
Quien haya visitado en años recientes aquellas dos cunas civilizatorias, habrá apreciado el contraste entre ambas. Por supuesto que esto que diré es una apreciación personal, me pareció que la Acrópolis es un museo al aire libre con sus columnas descascaradas y el mar azul de fondo, rodeados de guías turísticos en pos de clientes para poner el disco en marcha y recitar apresuradamente un listado de nombres desde Fidias a Pericles en treinta minutos. Delfos, la cumbre del saber griego, me pareció un depósito de ruinas en medio de serranías y postales de los kioscos vecinos. Esto en nada desmerece la belleza natural del lugar que entre los azules del agua, la piedra caliza y los regalos de la tierra, como aceitunas y uvas, son merecedores de una afanosa dedicación.
Cuando llegué a Atenas, hace una buena cantidad de años, en una peregrinación para agradecerle a Palas Atenea mi nombramiento en la UBA y mi vida filosófica tan grata, el oficial griego de migraciones al ver mi pasaporte me miró y preguntó cuál era el motivo de mi viaje a Grecia. Respondí con una sonrisa: soy profesor de filosofía. Dijo: “señor, no me contestó la pregunta, ¿cuál es el motivo de su viaje a Grecia?”. Turismo, repliqué finalmente.
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Los esenios 2
Hablemos de Jerusalén, de la ciudad vieja, vista hoy, o hace pocos años. Mi última visita fue en 1994, antes del asesinato de Isaac Rabin. La intensidad de la ciudad intramuros es difícilmente transmisible.
Todas las intensidades lo son. La mezcla entre guerra y fe, de armas y símbolos religiosos, las tres religiones a los codazos en tres barrios pegados, los sones, los cantos y las campanas compitiendo entre sí a la misma hora, la densidad de la arquitectura, desde el Santo Sepulcro al Muro de los Lamentos y la Mezquita de Omar, piedras testigos de los antepasados de nuestros antepasados, todo este espesor simbólico y material custodiado por policías palestinos y soldados israelíes con ametralladoras, son una muestra caliente de que aquí la vida no se ha detenido y la historia jamás se ha interrumpido.
El turismo seco y fotográfico se mezcla con los peregrinos, los devotos, el sacerdocio ortodoxo con el heterodoxo, la curia romana con la etíope, la Roca del Sacrificio de Isaac con el Monte de los Olivos y el Templo de Salomón.
El escenario es vital porque está lleno de gente de todo el mundo en situación de posibles atentados, bazares con el bullicio de los zocos y las kasbá orientales, el entramado laberíntico de sus calles, en donde se toma el café árabe en una calle y el falafel a la vuelta de la esquina.
La intensidad religiosa, el salmo cantado siempre a la misma hora y todos los días de la vida, el odio al otro-enemigo, el dios invocado y a resguardo de los violadores de su nombre, los mitos presentes.
En otra ciudad santa, Benarés, India, el cántico de hare hare ramah ramah, se escucha en los “gats” –pórticos terminados en escalinatas que se hunden en el agua– un grito de gente miserable, que no tiene nada, a veces un colchón, que están juntos y cantan con una energía de vaya a saber dónde a Suryae, el sol.
No sé si el fenómeno religioso es la forma más clásica del fanatismo, una forma extrema del deseo de adorar, creer, de soñar, o de la desesperación. Me he de permitir el no sé. Lo que es recomendable conservar es el silencio de ese no saber, a veces menos burdo que las explicaciones culturales, políticas y demás está decir, neuronales.
Que hay algo más que nosotros, es casi evidente, que hay algo que nos trasciende, también, que para algunos sea un gas, para otros una hélice genética, o una energía divina, un orden perfecto o un señor con barba, confirma nuestra insuficiencia humana para dar cuenta de lo que nos abarca.
En esa tierra de Sión, de Judea, de Israel y de Palestina, hay un sólo suelo para tantos nombres. Sobre él caminaron los hombres del desierto, los magos y los santos, los predicadores, y los maestros de Justicia, los profetas y los mesías.
Me pregunto si hablar de cristianismo es lícito en una historia de la filosofía. Se ha discutido acerca de la legitimidad de apodar filosofía a un pensamiento derivado de un canon religioso. Finalmente por algo existe una disciplina llamada teología que se ha hecho cargo del sistema de legitimaciones argumentativas para justificar a la Ley que la comanda. Pero más allá del género, de si corresponde o no a una filosofía el armado teórico de una creencia religiosa, existe el hecho del nacimiento de un mundo, de las mutaciones culturales, del conflicto de interpretaciones, no sólo el libresco sino el corporal, con una distancia mínima a veces entre la vida y la muerte, y de sociedades en donde la fe es la otra faz del poder.
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Los esenios 3
En los rollos encontrados en las cuevas de Qumrân se da testimonio de la vida de la secta judía de los esenios. Eran místicos que vivían en una comunidad apartados de la vida de la ciudad. Se consideraban hermanos y compartían el pan. Su ascetismo se manifestaba en los ayunos, las vigilias nocturnas, y una serie de reglas y prohibiciones que llegaban a la minuciosidad de no permitir caminar más de quinientos metros.
Iniciaban a los fieles con el ritual del bautismo. Juan El Bautista era esenio. La cercanía de la práctica ritual esenia y la prédica entre los judíos nazarenos –no llamados cristianos hasta casi doscientos años después– es resaltada por los estudiosos. Esto no quiere decir que Jesús fuera esenio, a pesar de que se ha dicho que la meditación solitaria de Jesús en el desierto, remite al nombre del monasterio de los esenios: El Desierto.
Hay diferencias claras en lo que respecta a la relación con la Ley. Para Jesús era más importante la caridad que el cumplimiento de los mandatos.
La sociedad judía bajo el Imperio Romano vivía en permanente zozobra. Los judíos estaban divididos en sectas que se distinguían por su interpretación de los escritos sagrados, y también lo hacían por la actitud que tenían respecto del poder romano.
La asamblea rabínica –el Sanhedrin– estaba dominada por los saduceos. Cómplices del poder imperial, tenían a la mayoría de la población en contra. Los judíos de Judea pertenecían a lo que se llamaba “gente simple”, eran pobres, campesinos y artesanos, no tenían el bienestar del que gozaban gracias su comercio los judíos de Roma.
La resistencia contra el poder romano consistía en una permanente guerra de guerrillas comandada por los zelotas, secta de reivindicación de la libertad del pueblo judío, a la que pertenecieron Barrabás y Judas Iscariote.
La mayoría de los judíos eran fariseos, como lo fueron la mayoría de los primeros discípulos de Jesús. Pertenecían a la orden del Templo y predicaban el estricto cumplimiento de la Ley. Los fariseos reconocieron en los judíos nazarenos a miembros legítimos de la comunidad y los protegieron de las masacres de los romanos y de los saduceos.
Una figura clave de la organización esenia es el Maestro de Justicia (Moré Hassedeq, en hebreo). Se le atribuye a este personaje dotes milagrosas, persecución del poder político, crucifixión, resurrección y el advenimiento del Juicio Final. Este mito esenio ha sido vigente medio siglo antes del nacimiento de Jesús.
El Maestro de Justicia no era el Mesías, lo anunciaba, por eso le fue asociada la persona de Juan el Bautista. Según Danielou, hay diferencias a resaltar entre el Maestro de Justicia y el comportamiento de Jesús. Mientras la enseñanza del primero era esotérica, el segundo era un predicador popular. El Maestro es sacerdote, a Jesús se le atribuye el linaje de David, del que provendría el enviado de Dios. Mientras uno evita todo contacto con los pecadores, el otro no teme su presencia y se acerca a ellos.
Fuera de su sede los esenios llegaron a ser unos cuatro mil fieles. Durante la matanza romana de los judíos en el año 70 d. C., muchos fueron masacrados y los sobrevivientes huyeron a Damasco, Antioquía, Egipto. Pablo los conoció y algunas de sus nociones –como el misterio de la revelación y el conocimiento– podrían haber resultado de su contacto con la secta. Además del fuerte sentimiento de ser pecador. Juan, el autor del Apocalipsis y del Evangelio que tiene su nombre, también tuvo sus encuentros con los esenios. Las escenas apocalípticas también constan en los documentos de Qumrân.
La historia disuelve y fija. Aquello que por motivos de lo que Foucault denominaba “política de la verdad”, se escribe como los “judíos”, se distribuye en una multiplicidad: saduceos, zelotas, fariseos, esenios, ebonitas, en su lucha por conservar la identidad, conquistar territorios, resistir la opresión, solidificar un poder. La figura milagrosa de Yeshu de Nazaret Ben Miriam (Jesús), también se reinscribe en una multiplicidad rodeado por Simón Bar Yoná el fariseo (San Pedro), Iehuda ben Siom de la ciudad de Keriot (Judas el zelota), Jacobo ben Zabdías (su hermano Santiago), y su madre: Miriam.
Multiplicidad de cuerpos, distribución de nombres, fuerzas en tensión permanente y conflicto de interpretaciones, es lo que ofrece al pensamiento el estudio de la historia.
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Antes de llegar a Roma
Existe una palabra extraña: humanidades. Un plural llamativo apenas se lo lee con distancia. Hoy en día, en realidad hace tiempo, se habla de ciencias sociales. Las humanidades han sido relegadas a su viejo prestigio renacentista. Sin embargo, prefiero la palabra humanidades para designar la preocupación por los sistemas históricos de pensamiento. La división burocrática entre saberes sólo crea protocolos de investigación, pero no logra construir relatos que den cuenta de una forma de vida y de juegos de lenguaje, para emplear los términos irremplazables de Wittgenstein.
Un científico social se esmera en cumplir con el formulario de cientificidad custodiado por autoridades que cuidan que no se vaya de tema, que sea minucioso en la minucia, detallado en los detalles, profuso en las citas, ahíto de notas a pie de página, engorroso y denso en la bibliografía, y que escriba como un escribano.
Tenemos la suerte de que la historia de Roma haya sido narrada por eruditos humanistas, que no sólo se han actualizado en los descubrimientos de su propia disciplina y de otras afines, sino que conversan con su material. Tienen la ductilidad comparativa, les basta con mínimas señales de la contemporaneidad para ubicarnos en una mentalidad ya caduca pero significativa, y saben darnos los elementos para que algo que aconteció allá lejos y hace tiempo, se constituya en una interpelación de nuestro presente. A este proceder Foucault lo llama “problematización”.
No hacen historia salvífica ni endemoniada como está de moda entre nuestros historiadores, sino que cumplen con la antigua función literaria de entregarnos un mundo extraño y sugerente. Conservan la brecha surcada por el tiempo, la diferencia cultural, la creencia en otros valores, pero construyen la epopeya en la que algo de universal se teje: el litigio de las pasiones en un mundo singular.
El derrumbe de los grandes relatos ideológicos basados en los modelos de causalidad, ha ventilado al pensamiento. La tradición escolástica ya había superpuesto la búsqueda de la causa con la del culpable. Toda historia causalista es maniquea.
A veces lo más interesante del pensamiento de los filósofos y también de otros humanistas, está en la letra chica. Las observaciones de bajo perfil, un detalle cotidiano, la descripción de una sensibilidad, y no en las ideas grandotas y los modelos heurísticos para uso canónico.
Dice la publicidad de ciertas editoriales universitarias de los EE.UU.: la colección de historia remite a los temas de la política del pasado. La colección de política edita libros de historia del presente.
Las estrategias discursivas, las normas de veracidad, las redes de poder, los dispositivos institucionales, en la familia, en las cortes, en el ejército, en el Circo, en la dominación doméstica, a esto llamamos política de la verdad, o formas de apropiación del sentido en una formación social determinada.
Una política de la verdad es una política de la diferencia. Las cosas pudieron haber sucedido de otra manera. Así como nuestro presente nos queda holgado, así como no lo podemos apretar en un diagnóstico ni encapsular en una prospectiva, el pasado –el presente de los antiguos– ni cerraba para ellos ni puede cerrar para nosotros. La historia sigue siendo el mundo de lo posible.
¿Qué es una historia viva? Alguna vez Nabokov ponderaba en la literatura su cualidad distintiva: los detalles. No es lo mismo un libro de historia de la gesta napoleónica que una novela sobre los amores del Corso y Josefina. La reducción a la individualidad y la personificación del drama entrega un mundo rico en matices ignorados por las disciplinas con fines de documentación y exhaustividad informativa.
El historiador vecino a las humanidades, que soporta y disfruta de las vacilaciones de su disciplina, que no cierra los ojos para espantar algo que no comprende sino que lo deja existir, que practica el escepticismo y el relativismo de las habilidades comparativas, que posee el ojo perverso y alegre de la filosofía nietzscheana, sabe bien de detalles.
La ficción no es exclusiva de la literatura, la función de la ficción en la historia, y también en la filosofía, opera de otro modo. Si la primera, según dice Félix de Azúa, nos habla de aquello que nunca aconteció pero que no deja de suceder, en la historia y la filosofía es la presencia de una extraña instancia: la ignorancia, la del aprendiz de sabio, el que sabe de contingencias, no la del pedante que cree poseer lo real.
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Roma, ciudad imperial
Hay quienes encuentran semejanzas entre el imperio romano y el imperio norteamericano. La provincialización de su poder, la militarización, la asimilación y el consumo de elementos culturales exóticos incorporados de las regiones bajo su égida, la decadencia de las costumbres, el hedonismo aburrido de sus elites, el uso ostentoso de sus riquezas, la pérdida paulatina de sus valores republicanos, los rasgos mediocres o circenses que caracterizaron a sus jefes máximos, los escándalos de alcoba y las intrigas nefastas de palacio, ofrecen datos para trazar un cuadro de correspondencias.
Poder militar y económico ya sin base moral ni prestigio político, la curva romana va desde la marcialidad de Catón el Censor, la dignidad patricia de un Cicerón, a la locura endiosada de Calígula, la megalomanía operística de Nerón y la erotomanía espectacular de Heliogábalo.
Mundo de excesos, a la vez de preocupaciones morales sofisticadas, poder en el que gobiernan sabios de la talla de Séneca y Marco Aurelio, que también saben exterminar poblaciones enteras y llenar de crucificados la vera de los caminos, es en este mundo inmenso y poderoso que llevará a cabo su misión secreta, insistente, sacrificada, la secta de los nazarenos, los nuevos furiosos de la fe.
Mundo apocalíptico, de desesperados que han visto quemar sus casas, muertos a sus hijos, destruidos sus templos, humilladas sus creencias, profuso en alucinados e iluminados para lo cual tenían la tradición profética, estos sin tierra, errantes, exiliados, desde Roma a Antioquía, en catacumbas, grutas, cavernas, poco a poco, minando el suelo imperial, lograrán lo que no consiguieron los vándalos: tragarse a Roma.
Hay gente satisfecha y otra con el ardor de la desesperación, los gordos y los hambrientos, una que paladea a sus dioses y otra que muere por ellos, es necesario resaltar el contraste entre la filosofía romana y su estoicismo político y moral, con la fe absoluta de los nuevos judíos que llevaban en la frente la X de la palabra griega Xristós, el ungido, el Mesías.
Molicie romana disimulada por su crueldad guerrera, soldadesca cristiana movida por una verdad sin resquicios.
La diferencia entre Atenas y Roma es la que existe entre la Polis y la Metro-polis. La primera no era sólo pequeña sino que su gobierno se ejercía como una asamblea vecinal en la que primaba el uso de la palabra, la educación en manos de los expertos de la disputa y el razonamiento dialéctico, y en la que la ciudadanía sólo era tomada en cuenta para su acción pública. Lo privado en Atenas era lo patrimonial, a disposición del señor de la casa y en vistas de su provecho y ocio útiles para su práctica ciudadana.
La cercanía y la posibilidad de comunicación directa entre vecinos, el espíritu asambleísta de los “demos”, caracterizaron a la Polis, la fuente cultural de la gigantesca Roma. Una metrópoli es una polis que mide a todas las otras, o que se miden respecto de ella. Para diagramar la gestión y el gobierno de una extensión que desplegaba sus legiones de Britania y Galia hasta Egipto, Roma montó una burocracia cuyo dispositivo de mando seguía una jerarquía autosuficiente que se reproducía a sí misma, y quedaba inalcanzable para el control y la participación ciudadana. Con su nuevo espíritu palaciego y su poder imperial, la sociedad se despolitizó. La cultura griega, fuente de Roma y de un prestigio inmaculado –ir a Atenas era como visitar Harvard– con sus academias en las que se enseñaban las disciplinas retóricas y pedagógicas con fines políticos, fue empleada para otros fines. Un arte de vivir, una estética de la existencia, una moral para el poderoso, crearon una nueva propedéutica de virtudes como la humanitas, la pietas, la liberalitas, para hacer del hombre de mando y hacienda un verdadero señor de la gran urbe.
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