Blue Flower

Es frecuente escuchar epitafios de salón de quienes cabizbajos afirman que ya no hay grandes pensadores. Siempre se agrega el latiguillo inevitable del “como antes”. Podemos extender esta lamento reflexivo a otras áreas y decir sencillamente que no hay más maestros. Lo que no debe ser cierto, y menos aún en el terreno de la ciencia en el que las lumbreras científicas se recogen con red. Pero la palabra pensador o filósofo se refiere a otro tipo de aspiración, la del guía de la humanidad, el de la visión global que detecta las grandes corrientes. La idea de gran pensador ha tenido galones proféticos, o, al menos, revolucionarios. 

Quisiera ofrecer una idea de la labor del filósofo, algo diferente de lo que se supone que es. Para empezar un pensador no piensa sino que lee. No hace más que leer, cuando lee no piensa sino que trata de entender, cuando entiende no piensa sino que selecciona, cuando selecciona menos piensa aún sino que subraya libros, luego los vuelca en fichas, hojas, cuadernos, carpetas. Una vez que ficha un libro no piensa sino que abre otro libro. Un ritmo aceptable de un pensador son ocho libros por mes. Pueden no ser completos, pero no basta con prólogos o contratapas, ese quehacer simulado sólo les sirve a los presentadores de libros. 

El filósofo debe ganar páginas, el problema del tiempo que tan caro es a la historia de la disciplina se encarna en él en esta cuestión de páginas. Un filósofo va la baño con un libro, aunque no lea en el trono su relación con el mismo es el de un por si acaso. Lleva el libro por si acaso. Cuando quiere descansar y prende el televisor, pone a un lado el control remoto y sostiene con una mano un libro, por si acaso. ¿Por si acaso qué? Por si puede ganar una página antes de cenar. 

Qué lindo y astuto se presenta quien dice manía obsesiva como si la clínica salvaje y pedante diera cuenta de esta necesidad de no morir antes de tiempo. Sabemos que el tiempo de la muerte no es contable ni pactado, pero el pensador corre antes de ese tiempo, no quiere ser interrumpido ni lo quiere perder, acumula horas con carnadura de celulosa, las letras son su espinaca, y se llena de palabras. 

Qué terrible que son para el filósofo los males físicos de su profesión. Un pinzamiento, un problema en el disco, cartílago, entre la sexta y la séptima cervical, un columna invertida, artritis en los dedos, pueden poner en peligro su labor acumulativa. Tres décadas de lectura en mala posición, recostado con el cuello apretado y con el libro sostenido por dos brazos esforzados, pueden provocar el dolor de leer. Es terrible para el pensador padecer el dolor de leer. 

No quisiera que se crea que ya no hay grandes pensadores porque hoy se tiene menos tolerancia al dolor de leer. Sería una afirmación algo exótica. Quizás esta carencia se deba a que se derrumbaron un par de utopías que inspiraron a los pioneros de la humanidad. Me refiero a la utopía mesiánica y sus anuncios de redención conocido como judeo cristianismo. La del progreso y la creencia en que el avance de la ciencia cura los males de la humanidad. La idea de que la revolución social crea un hombre nuevo. El pensamiento de que la historia tiene un sentido y una dirección objetivas que se corona con diademas racionales. Creer que la torre de Babel que nos distancia y produce el malentendido universal puede remediarse con una lengua transparente diseñada con algoritmos. Ahora la nueva utopía informática y genética que sueña con producir seres programados con capacidades potenciadas. Frente al descreimiento que nos aleja de estos sueños tan elaborados y que nos mantiene en una relativa soledad, evocamos aquella frase de Minguito con escarbadiente que decía: se igual. 

Pero nuevamente nos vemos con el fenómeno del pequeño lector y su destino. El del libro en la mano. El buscador de palabras e ideas no da abasto. Por eso cuando nos dicen que no hay grandes pensadores, no entendemos qué se nos refiere. Hoy los libros se multiplican con tal magnitud, quiero decir los estudios históricos, antropológicos, el periodismo de investigación, es tal la dimensión de la corporación académica planetaria y sus editoriales que vomitan, sí, como un dragón, miles de libros por día, que el pequeño lector arrastra su cervical doliente de biblioteca en biblioteca para juntar migas y soñar con el Gran Pan. Para tener su querida idea, sí, la idea que finalmente escribe y que quizás algún editor publique. No se pongan tristes, hablo de mi felicidad.