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Segunda breve historia de la filosofía 90


   Hacia una moral de la forma

   El libro Crítica de la razón práctica de Kant es una de las obras fundamentales de la filosofía moderna. Junto a la Genealogía de la moral de Nietzsche, son dos colosos teóricos cuya consistencia y pertinencia contemporánea aún nos hacen pensar.

   Kant avanza como un panzer. Sortea todos los obstáculos. Tiene la modestia y el coraje de no saltearse ninguno. Su voluntad de verdad y su ambición teórica resisten a toda prueba. Quiere demostrar que una ciencia de la moral es posible. No dice ciencia, pero la pretensión teórica es la misma. Su palabra debe tener la fuerza de la Ley. Es una ley con mayúscula. En ella confluyen las dos vertienes autorizadas del poder moral de la historia de la civilización: la ciencia y la religión. La ley de la ciencia que denota constancia y repetición, y la de la teología que es mandato, promesa y pacto.

   La ley moral kantiana es secular. Debe imponerse por su rigor lógico. La racionalidad llega a una de sus cumbres. La contradicción es concebida como violencia y muerte. Un argumento que se destruye a sí mismo se abisma con su portador. La coherencia se iguala a la supervivencia. Un acto es moral si es universal. No existen las moralidades particulares. La mudanidad, el vivir en el mundo, que Kant desarrolla en su Antropología Pragmática permite ciertos juegos de la libertad en los que la imaginación se siente a gusto. En el dominio de la razón práctica reina el imperativo categórico.

   Kant define al imperativo como una regla determinada por un deber. Un imperativo hipotético está constituído por preceptos referidos a un saber hacer. Puede expresarse en máximas, consejos, practicas ascéticas, variantes de una dietética, una guía para el buen vivir. El imperativo categórico es una expresión de la Ley fundamental de la razón práctica que se enuncia así:

   “Actúa de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda siempre valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal ”. El acto moral debe tener la forma de una proposición lógica. Su unicidad es a la vez totalidad.

   Indudablemente si Moisés al bajar del Sinaí hubiera pronunciado estas palabras grabadas en la piedra por el fuego de Dios, los judíos no habrían entendido nada. Un Dios invisible de por sí ya constituía una exigencia difícil de soportar. La falta de imagen, la iconoclasia, no dejaban nada afuera y mandaban todo para adentro. La palabra de Moisés iniciaba el poder de la culpa, el nacimiento de la consciencia, es decir de la moral.

   Lutero reinicia esta senda olvidada que se nutre además por la vocación individualizante que une al individuo con su Dios. El mensaje evangélico de Lutero es judaísmo más empirismo escocés. La consciencia protestante es personal, la judía es grupal.

   Con Kant se mantiene el contenido del mensaje pero cambia su estructura. Hay que obedecer a la Ley pero no por obediencia a una autoridad, sino por libre acquiesciencia de nuestra consciencia.

   No hay moral que no sea un acto de libertad. No hay moral que no sea un intención despojada de coerción externa y que se defina por su autonomía. No hay moral que no derive de la voluntad.

   Por extraño que parezca, Kant afirma que la razón práctica manifiesta un tipo de relaciones perteneciente a la facultad de desear. Una facultad se define por el tipo de relaciones que establece entre el sujeto y el objeto. La palabra “deseo” en Kant nada tiene que ver con la libido. Tiene que ver con la causalidad. Una causa no natural que no pertenece la cadena causal del universo mecánico. Es causa libre que resulta de un acto de la voluntad.

   La voluntad se define por el poder determinar la causalidad por la representación de las reglas. La ley moral es una ley de la causalidad por la libertad. Kant define a la Facultad de desear como aquella en la que se es causa por las representaciones de la realidad de los objetos de esas representaciones.  

   Deseamos lo que debemos, nuestra representación de la ley produce el objeto de nuestro deseo.

   Kant dice que el deseo puede ser moral. Es amoral cuando lo que se busca o apetece es el placer, la felicidad o la santidad. Es moral cuando lo que causa el objeto representado y motiva a la acción, es el cumplimiento de la ley por la ley misma. El deber.

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   El fracaso de la morales materiales

   El hombre tiene inclinaciones. Ésta es la palabra que emplea Kant. No dice apetito, deseos, sino inclinaciones. Las mismas nos convierten en seres pasivos. Padecemos las tentaciones. Son la negación de la libertad, y por consiguiente de la racionalidad. No ser cautivo o esclavo de los excesos, no estar preso de las pasiones, es una preocupación moral de la que en la historia de la filosofía ya se ocuparon los griegos.

   Pero Kant va más a fondo. Los antiguos elaboraron una moral de la sabiduría en el que la prudencia, la temperancia o la moderación, constituían el manual del usuario virtuoso. El ideal se encarna en la figura del sabio. Esta figura de la aristocracia moral estaba dirigida en especial a los que detentaban el poder. Ser libre es no ser esclavo, lo que significa autonomía, desapego, ataraxia, indiferencia bien calculada, un sistema de inmunidad ante el azar de la vida.

   No dejarse poseer por las pasiones era una sana advertencia en un mundo de castas en el que los poderosos podían casi todo en cuanto a sexo, riquezas y afanes de gloria. Saber contenerse, limitar los placeres reales e imaginarios que ofrece la posesión de riquezas y las facultades políticas de la ciudadanía ateniense o del patriciado romano, era una muestra de que se era libre hasta de lo que se posee. Ni ambición, ni envidia, ni avaricia, ni codicia. El hombre libre puede tenerlo todo como si no tuviera nada y no tener nada como si tuviera todo.

   Kant considera que esta moral a la manera estoica no sólo es insuficiente sino que en rigor es amoral. Lo que persigue es la felicidad. La define como desapego. No sale del Yo. Y el Yo es la prisión de la libertad. Las morales de la felicidad son egoístas, no tienen otro objetivo que el amor de sí o amor propio. Son preceptivas derivadas de un miedo: el temor a ser poseído, a ser esclavo. Es una moral de la seguridad, por lo tanto no es moral porque se desprende de una de las formas de la servidumbre.

   Tampoco es moral la que se sostiene en una polítíca del placer de acuerdo a las enseñanzas de Epicuro retomadas por los utilitaristas. Saber apreciar lo que se tiene, degustar y extraer los sabores de lo que aparentemente parece insípido, no deja de ser una moral de gourmet.

   La simplicidad como una vía del placer sólo cambia la decoración en la jaula del Yo. Es un hedonismo minimalista.

   Tampoco la santidad es un camino moral. La vía hacia la inmortalidad por la purificación del alma, la entrega a las palabras del Señor, son una muestra de una moralidad heterónoma, con la que es imposible constituir un sujeto moral. Adorar y servir es en el dominio de la creencias la vieja vía del fanatismo.

   Dice Kant que entre los principios prácticos materiales fundamentales de la moralidad nada de lo que encontremos puede ser la base de una moral de la libertad. Ni la perfección estoica, ni la voluntad de Dios, ni la órbita de los sentimientos físicos, ni los sentimientos morales a la manera de Hume y Adam Smith, ni las esperanzas de una buena educación como en Montaigne o las mejoras constitucionales de acuerdo a Mandeville.

   En estas morales existe una idea del bien, y, nos dice el filósofo de Könisberg: no hay bien o mal, antes de la ley moral. La forma de la ley deberá preservarnos tanto del empirismo como del misticismo y del racionalismo.

   El empirismo, dice Kant, degrada a la humanidad, y es más peligroso que el entusiasmo fanático. Los empiristas no saben qué hacer con la libertad. Para justificar sus argumentos no hacen más que amontonar casos y enumerar ejemplos. No son más que grandes clasificadores.

   La razón práctica perjudica al amor propio. A los efectos patológicos que resultan del conjunto de las inclinaciones que convergen en el egoísmo, se lo combate con efectos prácticos. Hay una posibilidad de elaborar un amor propio razonable.

   Con este fin, Kant producirá una teoría crítica por la que eliminará todos los obstáculos de una moral posible. Nos ofrecerá una moral sin sentimientos, ni placer, ni felicidad, sin temor ni autoridad, sin afecto ninguno, salvo uno.

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    El deber duele

   Kant sostiene que es imposible encontrar una ley que rija a todas las inclinaciones y las disponga en completa armonía. No hay madurez ni equilibrio en manos de un adulto  formado que pueda presentarse como ejemplo de una buena vida.

   El modelo socrático y aristotélico de un señor puesto como se debe, gozador de la vida sin excesos, con plena consciencia de sí y control sobre las pasiones, se resume en una de las tantas vulgaridades del egoísmo, sólo que esta vez es, además, pedante.

   La moral al estar a contracorriente de nuestras inclinaciones, al contener nuestros deseos, molesta, desagrada, duele. La moral duele. Ser obediente, cumplir con la ley, convertirse en un sujeto moral kantiano, es una vía peligrosa. Puede dar lugar a una soberbia racionalista, un pavoneo moralizador, o un puritanismo violento, que con el propósito de combatir el narcisismo y el amor propio, da lugar a nuevos inquisidores demasiados satisfechos de sí.

   El problema es que toda persona que cumpla con el precepto del imperativo categórico siente alguna satisfacción. Sabe que hay en el cumplimiento del deber un ideal al que no llegan todos, y el que sí lo hace es consciente de una tarea bien realizada, de ser la manifestación de la ley universal.

   No estar preso del mundo patológico, haber tenido la lucidez y la entereza de estar a la altura de las exigencias de “la forma”, estar despojado de la carne del deseo, nos hace dignos.

   Ser moral es un acto de libertad, es una elección bien fundada, su resultado no es la felicidad, ni el poder, es la dignidad. Somos merecedores, pero no de un premio que nos rebajaría a la contabilidad utilitarista, sino de la unción silenciosa y discreta de quienes actúan por desinterés. Con el único interés de cumplir con la ley.

   Pero es inevitable sentir alguna satisfacción. El pequeño hombre que cumple con su destino, en este caso con la Ley, siente, ése es el problema, no puede dejar de sentir. El universo de las formas por el que se eliminan los sentimientos morales deja un resto. A este resto mínimo del sentimiento, Kant lo llama “respeto” ( achtung). Nos dice que el respeto por la ley no es un móvil para la moralidad sino la moralidad misma.

   El deber duele pero al mismo tiempo eleva. Para ilustrarnos acerca de este sentimiento de elevación, Kant lo asocia a la admiración. Admiramos a la Ley. La Ley es algo grande, majestuoso, nos asombramos ante su magnifiscencia como ante una cadena de montañas gigantescas, como lo hacemos ante una multitud avasalladora e incontenible, ante la enormidad de los océanos, frente al retroceso infinito de la lejanía.

   El respeto en la ética es el pariente cercano de lo que en la estética Kant llamará “sublime”. ¿Será ésta la fuente conceptual de la banalidad del bien tal como la elaborara Hannah Arendt? ¿El hombre digno de la ley puede ser un Eichmann? Se dirá que no, que es un pésimo ejemplo identificar el universalismo kantiano con el racismo nazi. Sin embargo, considero que el hombre según Kant, sometido a la disciplina de la razón, no es una máquina racional que subsume cada uno de sus actos al imperativo categórico.

   Kant puede ser un filósofo para juristas, una base para elaborar un sistema de leyes que se base en la igualdad de derechos, y que asiente la validez argumentativa de los enunciados jurídicos en la forma de la ley. Pero la razón práctica no es lo mismo que la jurídica. En la primera interviene la subjetividad. El hombre que respeta la ley ha elegido el camino de la libertad. Su acto proviene de una elección libre. Elige el deber. Y deber y poder pueden llegar a cruzarse.

   Será Nietzsche quien en su Genealogía de la moral profundizará este tema. Mientras tanto, el hombre kantiano con su respeto a la ley, nos remite al señor K, no de Kant sino de Kafka. El sujeto kantiano es el protagomista de El proceso, el hombre sobre quien cae el peso de la ley y quien pregunta sobre el contenido de la sentencia y por el acta de acusación. Su búsqueda es infructuosa ya que la ley es vacía, es una horma que moldea la interioridad. No es un poder externo, no tiene imagen, sólo subalternos que hablan en su nombre.  

   

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   Himno al Deber

   Transcribo este invocación escrita por Inmmanuel Kant:
    
   “ Deber! Nombre sublime y grande, 
   tu que nada contienes que sea agradable, 
   nada que implique insinuación alguna, 
   que pides sumisión, 
   que no amenazas con nada de lo que provoca aversiones naturales...
   ¿ Cuál es el origen digno de ti, 
   dónde se encuentra la raíz de tu noble tallo
   que repele orgullosamente todo parentezco con las inclinaciones? 
   Raíz de la que deriva el único valor que los hombres pueden darse a sí mismos.”
    
   Y ahora, esta meditación del filósofo de Könisberg:

   "Dos cosas llenan mi ánimo de admiración y respeto siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí. El primer espectáculo, el de una multitud innombrable de mundos, anula, por así decirlo, mi importancia en tanto soy una criatura animal que debe devolver al planeta ( un simple punto del universo) la materia de la que está formado, después de haber sido dotado por un breve espacio de tiempo ( sin saber cómo) de la fuerza vital.
   El segundo, por el contrario, eleva infinitamente mi valor como el de una inteligencia, gracias a mi personalidad en la que ley moral me manifiesta una vida independiente de la animalidad e incluso de todo el mundo sensible; al menos es lo que podemos inferir de la determinación conforme a un fin que esa ley le da a mi existencia, determinación que no está limitada a esta vida, sino que se extiende al infinito”.