Blue Flower

 
 
 
 

Las ilustraciones de este número corresponden a obras de María Julia Garay

 



 

 

 

Segunda breve historia de la filosofía 17

  Sabiduría y tolerancia
 

  Hay quienes dicen que Erasmo de Rotterdam ha quedado en la historia como un fracaso inolvidable. No se lo puede olvidar porque su obra es de una magnitud y de una calidad bien apreciada, pero a la vez admitirla como fracasada porque no supo ni pudo con su prédica marcar la historia europea con el fuego de Lutero, la rabia de Calvino y la marcialidad de Ignacio de Loyola.

  Quedó en la historia como un buen hombre, un sabio tolerante, un humanista cristiano con sueños de universalidad y creyente de una utopía sólo letrada. Fue un ilustrado moral.

  Su buen humor, su enorme placer en la erudición, el modo en que se paseaba por los textos de la antigüedad sin buscar en ellos un arma para perseguir paganos, su comprensión del mensaje evangélico alejado de la voluntad inquisitorial, lo hace si bien ajustado a su época, al mismo tiempo inútil e inerme para lo que se estaba gestando.

  Y lo que se estaba incubando no fue ni muy ilustrado ni nada que tuviera que ver con un paseo. Se preparaba un acontecimiento que pariría a la modernidad, con un costo en vidas humanas que causaría horror en todo occidente. Tanto espanto que el pensamiento filosófico durante los siguientes cien años estaría condicionado por la tragedia europea de la guerra de las religiones al interior del cisma cristiano.

  El deseo de una conciliación posible, de un mundo en el que la felicidad y las virtudes pudieran convivir, en el que el buen trato con las personas, con el mismo Dios y un meditado cuidado de sí, esta idea de que hay una vida en la que el prójimo, la Divinidad, y nosotros mismos, podemos alternar en la amabilidad con fe y esperanza, es el programa erasmiano de imperio cristiano por la devoción, e ideal antiguo a la vez, por la eternidad del acervo legado por los filósofos y poetas clasicos.

  Erasmo reconocía a necesidad de un cambio. El Papado ya nada tenía que ver con el Cristianismo. Era la otra cara de un Imperio decadente labrado a imagen y semejanza de un poder monárquico en el que los pretendientes al trono se disputaban el liderazgo con todas las armas disponibles. En medio del fragor de las luchas intestinas italianas y de las invasiones, el Jefe de la cristiandad había perdido toda autoridad moral. Le quedaba sólo la dominación política, inestable, frágil y desmedidamente cruel.

  La voces de protesta por un retorno a la vida simple y a los valores del Evangelio sonaban por toda Europa. En Alemania el disconformismo era general, más aún porque los principados y las Dietas, ya estaban hartos de contribuir con sus arcas a la fiesta romana.

  Erasmo creía que el cambio que se avecinaba podía realizarse en paz. Suponía que las autoridades de la Cristiandad, desde Londres a Roma, entenderían que era conveniente para todos una trasnformación hacia los valores civilizatorios atesorados desde su origen griego, expandidos por el helenismo y Roma, y que la fe cristiana había sublimado con la Luz de Jesucristo.

  No había contradicción entre la vida devota y las labores urbanas, entre el comercio de los bienes terrenales y el puente comunicativo con el Bien celestial. Erasmo era un hombre de la racionalidad, es decir alguien quien creía que la humanidad tenía los recursos para dar un paso adelante sin un costo doloroso, sin derramamiento de sangre, sin divisiones sectarias ni confrontación entre dogmatismos.

  Cada vez que la humanidad tensa sus polos entre posiciones aparentemente irreconciliables, aparecen estos hombres para anunciar el trazado de una nueva cartografía cultural y política, con la finalidad de convencer a todos que con buena voluntad, sensatez, y concesiones recíprocas, puede evitarse un desastre total, la ruina general, y así avanzar todos juntos en pos de la buenaventuranza universal.

  Todos los recursos existían para que esto fuera así, bastaba la lucidez de los que mandan para darse cuenta que no tenía sentido estirar la cuerda hasta que se rompiera, que entre ambiciones dinásticas, conflictos entre poderes terrenales y celestiales, había una zona de mediación, que la fe en Jesucristo y el amor a Dios, nutridos por las enseñanzas de los sabios de la antigüedad, sus lecciones de moderación y prudencia, sus consejos sobre la contención y la medida adecuada para las ambiciones de riqueza, gloria y poder, con todo este arsenal de sabiduría, se llegaría a la paz universal y a la armonía de corazón y razón.

  Erasmo era un Alma Bella, creía en la sonrisa del mundo, en el deseo de unión. 
 

  

  Segunda breve historia de la filosofía 18

  La locura necesaria
 

  El escritor austríaco Stefan Zweig escribió una biografía sobre Erasmo de Rotterdam, parte de un listado de numerosas biografías escritas durante su vida errante. Era un curioso, primigenia acepción de ilustrado, alguien para quien nada humano le era ajeno, al tiempo que teñía su búsqueda con una finalidad moral.

  En su libro póstumo El mundo de ayer, Sweig da cuenta de la pérdida de una patria, aquella Viena de fin de siglo que fue la cumbre de la cultura burguesa. Música y psicoanálisis, literatura y artes en general, fueron la espiritualidad del ideal emancipatorio de un humanismo de los últimos días, el pliegue final antes de la debacle.

  La respetabilidad burguesa que desplazó los modales de la nobleza a la nueva aristocracia de la forma, esa adoración sinfónica que reunía los talentos, a ese mundo pertenecía Sweig, y a ese mundo contribuyó con ejemplos europeos, sus biografías de Erasmo, Montaigne, Nietzsche, Castalión, Magallanes, etc. Prohombres del humanismo, luchadores de la libertad, cuyas vidas narradas no tienen mácula, e iluminan el faro que nos guía contra la oscuridad de la intolerancia, del dogmatismo y de la barbarie.

  Luego de la caída del Imperio austrohúngaro y del advenimiento del nazismo, Sweig comienza su peregrinaje que culmina en Brasil, país al que le dedica otro libro admirativo, y en donde se instala durante un tiempo hasta que decide suicidarse con su mujer en Petrópolis.

  Sweig es un Erasmo de nuestro tiempo. Más trágico aún, decide en 1942 resignarse a que su mundo ya no existe. Todo el saber y lo más valioso producido por el hombre es inerme ante el avance de fuerzas demoníacas. Erasmo también debió resignarse a una paulatina soledad, aunque no cejó en poner al día el tesoro literario de la antigúedad.

  En su Elogio de la locura, Erasmo explicita su visión tolerante de los vicios del hombre. La palabra de San Pablo en su Carta a los corintios le sirve para invocar una actitud conmiserativa respecto de nuestros semejantes y pide como Pablo no perseguir a herejes ya que nadie está exento de heterodoxia.

  ¿Qué sería del mundo sin la locura? La “Estultitia” acompaña la vida de los hombres desde su mismo nacimiento. La necedad nos subyuga. La torpeza de los recién nacidos nos parece encantadora. La mujer - animal necio para Erasmo – no deja de parecernos gracioso y amable. Combatimos el tedio de la vida con toda clase de actos necios entre los cuales contamos los banquetes, comilonas y borracheras que nos ayudan a soportar el tiempo.

  Los pasatiempos supuestamente eruditos en los que intercambiamos argumentaciones ambiguas y caprichosas – los crocolodites, sorites y ceratines escoláticos – sustituyen a una de las principales diversiones de la humanidad que es la de sostener una conversación amable.

  La sofistiquería de supuestos hábiles charlatanes nos encantan como si fueran sanguijuelas que estiran su lengua a dos puntas y que a algunos hacen añorar la presencia de Harpócrates, la Divinidad del Silencio.

  La locura nos hace soportable la vida, bien lo saben cónyuges que se dejan engañar por las evidencias para poder conservar los afectos y seguir con el juego de adulación, astucia y disimulo, que les permite perdurar en el engaño.

  En suma, sin ella, sin la Estultitia, ninguna relación en la vida podría ser feliz ni estable. Su hermana legítima, Filautía, el amor propio, no deja de ser bienvenida, ya que si primara el disgusto de sí, nadie sería escuchado ni mirado.

  Hay dos obstáculos que nos impiden alcanzar el conocimiento, uno es el pudor que obnubila nuestro ánimo, y el otro es el miedo que en cuanto aparece el peligro, nos impiden tomar decisiones y emprender grandes acciones. La pusilanimidad nos inmoviliza. Pero gracias a la Locura podremos liberarnos de estos inconvenientes.

  Existe una sabiduría que es tonta e inoportuna. El mismo Séneca cree que hay un mundo imperturbable a los avatares de la vida cotidiana y supone que podemos evitar el contacto con la muchedumbre para no dejarnos apresar por las manías de la pasión.

  Pretender ver totalmente libre de pasiones a un sabio supone moldear a una especie de dios que no ha existido nunca, una figura de mármol inmóvil y totalmente ajena a cualquier sentimiento humano. Errar, dice Erasmo, ser engañado, vivir en la ignorancia, es ser hombre.

  Prosigue Estultitia: “Es mérito mio que se vean ancianos balbucientes, bobos desdentados, canosos o calvos, que, sin embargo, se deleitan de tal modo con la vida, y se sientan tan jovencitos que uno se tiñe las canas, otro disimula su calvicie con cabelleras postizas, otro usa dientes prestados, otro perece por alguna chiquilla...”

  

  

  Segunda breve historia de la filosofía 19                   

  Los ensayistas
 

  Sabía que el día en que comenzara mi lectura de Montaigne iba a ser especial. Nos acercamos a un filósofo de muchas maneras. De oídas, por comentarios, por lecturas indirectas, gracias a todos aquellos que nos entregan su experiencia de lectura en obras de variado tipo.

  Algunos de nuestros autores favoritos son aquellos que han sabido introducirnos en el pensamiento de otros, y lo han hecho de un modo tal, que los hemos seguido en cada uno de sus comentarios porque se han convertido en un pensamiento vital que nos guía en el nuestro.

  La historia de la filosofía tiene la característica de las carreras de antorchas, con la magia de que cada vez que esta pasa de mano, ya no es la misma. Los filósofos y los lectores de filosofía son parte de un mundo común. Si no fuera así, no nos entenderíamos, además que el interés por el conocimiento menguaría.

  La seducción que ejerce la filosofía a través de sus comentaristas y lectores, es que con cada paso con el que una nueva lectura marca los textos, revisamos todo lo leído. Es un caleidoscopio, imagen trillada, pero que sirve para ilustrar que con cada movimiento cambian las piezas.

  El arte de leer un libro, de acuerdo a una imagen de George Steiner, es uno de los modos de expresión escrita que no se presenta a sí misma como original, sino con la modestia de una segunda versión. Escribir sobre Flaubert no es lo mismo que ser Flaubert, pero puede suceder que quien escriba “sobre” nos deleite más que su soporte temático.

  Con Montaigne, decían sus lectores, comienza algo nuevo en la filosofía occidental. Inventó el arte del “ensayo”. Esta palabra resume hoy en día lo que llaman “no ficción”, palabra maldita y derivada de un género que no se atreve a bautizarse a sí mismo si no es con un privativo. Al ensayo le falta ficción, quizás no tanta como, a modo de retruque, a la misma ficción ideas, o al menos, temas. Podríamos estirar la cuerda entre ambos listados de best sellers hasta que se rompa a falta de acomodar las piezas de un modo algo más interesante.

  Un ensayo no está privado de nada. El género designa un estilo de escritura que no se encasilla en las ciencias ni en las literaturas en sentido convencional. 

   El oficio de ensayista tiene la acepción de la transitoriedad. Podríamos decir que "experimenta", pero la labor que lleva a cabo no se resume a este manido lugar común.

  El ensayo es el género de raíz filosófica que usa los textos de la tradición para interpelar a sus contemporáneos. El tiempo del ensayo es el presente, está determinado por la actualidad. Pero el ensayista es un mezclador de barajas, porque recoje la vibración de su tiempo, la diferencia específica que siente resonar a su alrededor, y la incluye en una sinfonía universal. Lo que no quiere decir exhaustiva ni completa, sino fragmentada y dispersa.

  Las combinaciones que hace el ensayista de los tiempos del habla, de las variaciones del orden del discurso, son su creación, y estarán orientadas por aquello con lo que quiere polemizar, a quienes pretende interpelar, las ventanas que desee abrir.

  Al mismo tiempo, quizás no siempre se ofrezca de este modo - ya que no existe, a Dios gracias, una materia que se llame “metodología de la investigación ensayística” - , en el ensayo el autor está involucrado de un modo que en los protocolos monográficos de las ciencias sociales se trata de evitar, en nombre de una objetividad, neutralidad, o con las pretensiones de cierta rigurosidad.

  Pero los sociólogos o los historiadores más interesantes, son los que saben intercalar mediante artilugios estilísticos diversos, sus disquisiciones eruditas con reflexiones más libres sobre su propio quehacer. Son momentos de retracción en que la saturación informativa sufre un quiebre, y una porción de duda, de vacilación, o una observación cotidiana, extiende el espacio del pensamiento.

  Un ensayo tiene algo de intemperie.

  Dice uno de nuestros mayores ensayistas, Ezequiel Martinez Estrada, en su texto Montaigne, filósofo impremeditado y fortuito: “El ensayo, tal como lo concebimos hoy, está en Montaigne acabado en punto de perfección. No crea él ese género, pero lo constituye al fijarle sus condiciones típicas, como la forma más holgada y libre de reglas para la expresión natural del pensamiento y de la emoción”.