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Después de Shakespeare

(Disertación en el Seminario de los Jueves el 5/12/2013)

 

Vino acompañado por su amigo Raúl un día de marzo de 1984. De algo más de treinta años, un metro setenta y siete que parecía menos por caminar encorvado, pelo ralo y gris sobre una calva en estado avanzado, bigotes, un pantalón claro, un pulóver en ve de color celeste sobre una camisa blanca. Se abrigaba con una camperita de color beige. Era delgado.

Raúl era un criollo corpulento de bigotes finos, más alto que Alfredo, un pelo chato y lustroso y una sonrisa socarrona de intelectual de la calle Corrientes. Los dos trabajaban en una de las librerías de la cadena Fausto. Raúl había estudiado filosofía en la UBA y Alfredo en la Kennedy. Me presentaron sus antecedentes por escrito y contaron que habían estudiado a Kant y Hegel con el profesor Mercado Vera.

Alfredo entrecerraba los ojos como si padeciera un malestar de tipo estomacal, casi no hablaba, buscaba en un bolsillo de su camisa bajo el pulóver unos anteojos de armazón metalizado y miraba su reloj digital de malla acerada. Raúl se mostraba seguro de sí mismo y con esa sorna barrial parecía decir que conocía el quien es quien del mundo cultural porteño.

Los dos aseguraban conocer la materia `filosofía moderna`, no les era difícil el uso del vocabulario correspondiente que comenzaba con la palabra crítica trascendental seguida por la dialéctica con su espíritu y su absoluto, además de la palabra conciencia tanto sensible como desdichada.

Raúl era heideggeriano, eso lo supe desde un principio porque así presentaba su investidura filosófica. Un típico heideggeriano peronista al que le importaba que el filósofo alemán odiara sobre todo al liberalismo anglosajón y al comunismo. Heidegger contra gorilas y los de la Fede, ambos dos por supuesto “extranjerizantes”. De ahí partía con una referencia al ser y al tiempo o a los entes encubridores de la pregunta fundamental.

Como buen criollo, mateaba a orillas del Rhin.

Alfredo musitaba pocas palabras sobre Nietzsche, y, a veces, se le disparaba una risa por una acotación de su compañero.

Sin detenerme en la pequeña reseña con sus antecedentes, los invité a integrar la cátedra de filosofía en la facultad de Psicología, y los cité a la primera reunión para estudiar el material del programa. Debíamos leer textos de Michel Foucault, filósofo francés del que no tenían otra referencia que la presencia del libro “Las palabras y las cosas” en los anaqueles de la librería.  

La lentitud de Alfredo era llamativa. Si tuviera que describirlo, se me ocurre decir que era un derivado adverbial. De él se puede hablar por aproximación. Era un casi, un algo, un poco, un aún, un menos o un más, o un más o menos, un modo, un gerundio. Ese adverbio existencial que lo cifraba era el pequeño umbral en el que se detenía su acción.

Se demoraba. No llegaba, tampoco partía, sin llegar a estar. Cuando estaba era porque no partía, y no partía porque no sabía si salir o quedarse en un trámite indecidible.

En realidad, prefería preguntar. Hay seres que necesitan que se les diga qué hacer, que los dirijan, los guien, o los aten. Su habla también parecía instalarse en una sala de espera, tenía tantas palabras como puntos suspensivos. En realidad, quien estaba en la sala de espera era el oyente que sentía que más que escucharlo debía acompañarlo en su expresión y ayudarlo en no se sabía bien qué.

De repente, abría los ojos, era algo habitual en él ese abrir de ojos cuando estaba sorprendido por una frase que lo alteraba. Podía significar que no estaba de acuerdo, o que lo que escuchaba era ridículo, o banal.  A veces agregaba a ese gesto de estupefacción, unas pocas palabras irónicas y suaves que mostraban su agudeza, su inteligencia, y su refinada cultura.

Para él el énfasis no existía, ni siquiera el acento. Sin embargo, sus disertaciones no aburrían porque desplegaba un saber bien elegido, filtrado por un tamiz de cribado fino por el que pasaban partículas en griego o en alemán.

Se destacaba por su conocimiento en chistes. Los sabía contar con gracia y se reía al finalizarlos. Hasta llegaba a lagrimear de risa al rematar la anécdota. Era un mezcla de ítalo judío poco frecuente en nuestro país.

Alfredo se integró al grupo como a una familia sustituta. No es que le faltara familia natural, todo lo contrario, era un cautivo de su madre, de sus dos tías y de sus hermanos.  Pero encontró en nosotros, los miembros de la cátedra y del seminario, un grupo de pertenencia que lo desterraba de su hogar, extraño hogar.

Disfrutaba de la compañía femenina. Como no podía seducir por su robustez, y sabía que la indefensión no era recurso duradero, olfateaba las heridas que perturbaban a sus amigas. Se solidarizaba con las postergadas, las resentidas, las vengativas, o las ignoradas. Les ofrecía su escucha, y se disponía a hacerles favores o mandados. De ese modo era lo que se dice: “un buen amigo”.

Era un ser amadrinado por sus amigas, con lo que llegaba a restituir la familia edípica que le era connatural, pero sin esa opresión que lo llegaba a desesperar. No inquietaba con la menor de las perturbaciones eróticas y con su paso lento, con sigilo, un esbozo de sonrisa, se quedaba quieto, expectante y disponible ante la hembra ofendida.

Cuando lo veía caminar lo asociaba a la pantera rosa, por su postura inclinada, sus bigotes, una cara de gato viejo, y el silencio que destilaba. Había algo de puntillas de pié en su fragilidad óntica. Además llegaba a ponerse rosado, menos que colorado en sus momentos de indignación, que los tenía, pero su rabieta no lo protegía de su indefensión radical.

Sin embargo, con el tiempo, comencé a sentir temor no sólo por él, sino de él. Veía en ese cuerpo pálido envejecido prematuramente, en ese tono de voz tenue, moderado, no una serenidad griega, sino una bomba de tiempo, un volcán apagado que bramaba por dentro.

Hay personas que nos dan la sensación de que necesitan explotar por un exceso hidráulico, gaseoso, o ígneo. Se trata de algo elemental, primario, de catexis energética. No pueden abrir una compuerta para desagotar un caudal sobrante que necesita fluir. El desagüe necesario para fertilizar suelos externos. No pueden salir, tienen miedo. Entonces presionan contra las paredes y la energía rebota y produce torbellinos que incrementan la furia. Se gesta en las profundidades pantanosas, en ese Hades del que hablaban los antiguos, un monstruo submarino, un secreto que ni el mismo portador conoce, un enemigo interno. Comencé a alejarme de Alfredo por temor a su liberación, a esas secreciones malignas que parecía ocultar, y a sus consecuencias.

Tragaba, se veía que tragaba, y comenzó a caminar más tieso. Dejó su andar felino para adoptar una postura rígida. Se quedaba en un mismo lugar con la mirada perdida. Contenía un mundo poblado y oscuro habitado por fantasmas sin que supiéramos ni sus rostros ni sus contornos.

Comenzó a beber. Lo hacía de mañana. Nunca supe qué bebía, debía ser ginebra, bebida barata y potente. Vivía con su madre y dos tías, hermanas de su madre, en una enorme casona desvencijada de la calle Hidalgo. 

 

 

 

Alfredo tenia dificultades para salir de su casa, y le era horroroso quedarse en ella. Era una situación difícil de sobrellevar, de la que pretendía escabullirse metiéndose en una cama doble de un enorme dormitorio oscuro con las paredes descascaradas y los roperos destartalados. Con olor a polilla. Supongo que por eso tomaba ginebra a la mañana, para salir de la cama y atreverse a la calle.

Un día lo invité a pasar una semana de vacaciones a mi casa de Colonia. Toda mi familia recuerda esa estadía. Por tres razones.

Una es que todos vimos por primera vez que una persona planchara sus medias. La otra es que una noche nos propuso hacerse cargo de la cena y ocuparse de la cocina. Anunció que comeríamos una tortilla. Le llevó dos días con sus respectivas tardes.

Finalmente también despertó nuestra curiosidad que en la playita de Ferrando llevara una toalla no más grande que un repasador para sentarse y tomar sol. Esto fue luego de repetidos ruegos para que no tuviera tanto resquemor en acompañarnos al río.

A pesar de embardurnarse con protectores aceitosos, volvió dolorido y colorado como un langostino hervido. Estaba alarmado por los efectos que sobre su piel podía tener esa excesiva exposición solar.

El modo en que estiraba la toallita, en que también estiraba las medias sobre la mesa antes de pasarles la plancha sobre otra tela que las cubría – sin que supiéramos con certeza si ese paño era el mismo que le había servido de base en la arena - , y el meticuloso trabajo de secado sobre la superficie amarilla de la tortilla con los pliegos perforados del rollo de cocina, eran tres funciones de un mismo estiramiento con fines sucesivos.

Desde su punto de vista, ese brillo sobre el huevo y las papas testimoniaba de la presencia de gotas de aceite que el papel debía absorber. Parecía un litógrafo, con la vista clavada en las adherencias indeseables para eliminarlas hasta lograr ese sol seco y perfecto que cubría el platón que lo sostenía.

Pasaba su mano alrededor de los bordes de la circunferencia haciendo honor a la inscripción de la Academia del otro Platón – autor que sabía leer en lengua original – que exigía el conocimiento de la geometría para los posibles ingresantes.

El resultado fue neutro. Una tortilla neutra. En nada desagradable, imposible que lo fuera, pero sin gracia, poco salerosa, por falta de abundante cebolla y demasiado árida. Es cierto que hay gente a la que la palabra “babé” por el mero hecho de mencionarla le produce arcadas, pero al cocinarla en exceso se la compensa con el jugo dulzón segregado por la planta herbácea bienal perteneciente a la familia de las amarilidáceas conocida con el nombre de cebolla.

La cena no fue estimulante, nada tenía de ese alimento pesado, calórico, que llega a la poesía con chorizo colorado – invitado prohibido en esta ocasión - , y que por haberse despojado de toda desmesura posible, puede considerarse una tortilla moderada.

Producto de un cocinero socrático que podríamos imaginar en un programa de Utilísima promocionando el aceite Sophrosyne, elaborado con olivas griegas.

Respecto del planchado de medias, no hay palabras de más para dar cuenta de la sorpresa histórica que conlleva esta novedad, en especial para quien aquí escribe, y para todo aquel que haya transitado por la industria textil.

Tras haber trabajado durante años en una fábrica de medias, puedo informar que la forma de la media está fijada por máquinas de planchar y que por el calor que trasmiten los moldes de acero sobre las medias, imprime sobre el tejido el cuerpo de la media, es decir la caña, el talón, hasta la puntera, la estampa que la distingue.  

La máquina de planchar automática con el sistema denominado de la termocupla es la que permite que la Idea de media se imprima sobre la apariencia del soquete.

Esta forma jamás se pierde y la prueba está en que en todos los lavados que se le puede dar a la prenda, a máquina o a mano, nunca desaparecen sus articulaciones que no le permiten convertirse en un ser tubular informe.

Sin embargo, Alfredo, las disponía en la mesa sobre el paño, y repasaba con la plancha una y otra vez, hasta que las acomodaba y doblaba como si fueran un pañuelo de pies.

Como por lo general no ahorraba palabras para trasmitirle mis impresiones cuando llevaba a cabo operaciones ridículas como ésa, su respuesta era pudorosa, se reía de sí mismo, con un cierto grado de felicidad por poder compartir una manía con un amigo sin censura previa.

Disfrutaba retarlo, me gustaba darle ese coscorrón afectuoso, y recibir esa sonrisa cómplice de quien sabe que quien amonesta está cerca y no juzga. Por eso le decía que dejara de beber, que no comenzara el día con un par de copitas, eso era el diablo. Insistía – aunque bien sabía que por mis antecedentes yo no era puritano – que la bebida era preciosa compañía después de la caída del sol, pero a la mañana nos convierte en uno de esos paisanos de nariz roja e hígado podrido que vi en los estaños de los pueblos del interior de la Normandía.

Es uno de los beneficios que da el haber viajado.

Alfredo me decía que sí, era ese “sí” del desesperado, del impotente y del alcohólico. Es la mentira que lo protege del invasor moral y del amigo al que no quiere decepcionar.

Un día me anunció que quería organizar una cena en su casa. Invitaría a unos pocos amigos del Seminario. No es fácil describir lo que sucedió aquella noche por todo lo que llegó a ponerse en juego para que pudiera llevarse a cabo.

Alfredo nos pidió que decidiéramos una fecha con la suficiente antelación para que pudiera organizar el evento, prepararlo, coordinarlo, cocinarlo, y en especial, impedirlo.

Fueron incontables las veces que preguntaba si ya teníamos la fecha. Era muy solícito conmigo. Sin mi presencia no quería concretar el ágape. Finalmente se hizo.

Llegamos a la casona a la que se accedía por una de esas escaleras marmóreas de piso en alto hasta un patio con ropa colgada que daba a un fondo con la cocina y a un salón por uno de sus costados.

Nos presentó a su anciana madre y a sus dos tías y salió con el paso acelerado, casi corriendo como si fuera a apagar un incendio, es decir a verificar el estado de su comida. Lo veíamos solo en la cocina, sacando y poniendo una bandeja de un horno de los tiempos del carbón a la vez que se daba vuelta para mover unos platos sobre una mesa de madera.

Estaba tenso, desencajado, sudaba, para describirlo uso una expresión inglesa: al borde de un Break Down, o síndrome de Burnout también llamado síndrome de desgaste profesional, síndrome de desgaste ocupacional (SDO), síndrome del trabajador desgastado, síndrome del trabajador consumido, síndrome de quemarse por el trabajo, síndrome de la cabeza quemada…síndrome padecido por Alfredo al haber invitado a unos amigos a cenar.

Nos pidió un poco de paciencia y que lo dejáramos solo. Lo esperamos en el comedor. Ni la madre ni la tía estaban invitadas a compartir la mesa. Por mi parte, esperaba la sorpresa que me había anticipado sobre una señorita con la que salía, o entraba, o ninguna de las dos cosas, una noviecita.

Alfredo me dijo que ella estaba en uno de los cuartos abandonados de aquella casa, esa superficie de cuartos deshabitados que perdían pintura, yeso, barniz, y ganaban en humedad y filtraciones por falta de dinero para mantenerla. La señorita sentada en una silla con las manos cruzadas sobre la falda, no era del todo normal, miraba el piso, sus rasgos no eran exactamente raros, eran rarísimos. No hablaba, algo achinada, más mongol que caucásica. Yo no sabía si padecía de alguna enfermedad orgánica o algo peor, ni tuve tiempo para averiguarlo porque toda esa presentación duró un instante, el único posible para que nuestro anfitrión nuevamente saliera corriendo a la cocina en busca del sustento convocante.

Cuando volví al salón comedor para reunirme con los otros invitados, vi que la mesa estaba servida. Había un fuente con un guiso que olía muy bien, otra con un arroz, dos bols con ensaladas, y un par de botellas de vino. Nos sentamos a la espera de Alfredo, que no venía.

La espera se hizo larga, y decidí buscarlo a la cocina suponiendo que debía estar en uno de sus apuros existenciales que lo encerraban intramuros, pero no estaba. Volví a la mesa e informé que no lo encontraba. La casa era grande y desconocida para todos nosotros. Salí a buscar a su madre o a sus tías. La madre me dijo que quizás podía encontrarlo en su cuarto. Llegé por un pasillo oscuro a una puerta que golpeé. El “si” lánguido de Alfredo me permitió entrar y lo vi acostado en esa cama con la frazada hasta el cuello.

Le pregunté qué le pasaba. Me dijo que le dolía la cabeza, que no se sentía bien, que estaba un poco cansado. Le dije que nos había invitado a cenar y que no podía faltar a la mesa, que eso no se hacía, que debía reponerse, y que le prometía que comeríamos rápido y nos iríamos en seguida después de comer.

Aceptó, y me acompañó al comedor al que llegó de mejor humor. Comimos, Alfredo se sentía bien, disfrutamos de la exquisita comida, nos reíamos, el temor que lo amenazaba parecía haberse disuelto y encaramos los postres.

Se escuchó el sonido del timbre de la calle. Alfredo nos dijo que debía ser su hermano. No lo conocíamos. Apareció un hombre de pelo gris, más bajo pero más corpulento que nuestro amigo. Tenía una voz firme, altisonante. Sabíamos que cantaba óperas y que había sido parte del coro del teatro Colón. Alfredo era un aficionado al bel canto, en especial a la música de Verdi. Nos invitó a pasar a una sala contigua en la que había dispuesto unas sillas en fila hasta formar un semicírculo que daba a un corredor limitado por una pared que comunicaba cuartos y baños. Nos dijo que su hermano cantaría unas arias de óperas conocidas. No sé a quien le encantó la idea, a mi no. Odio las reuniones con espectáculos que obligan al silencio y a la paciencia.

Hicimos silencio, el hermano no estaba. De repente por ese pasillo entró en escena, y frente a nosotros comenzó a cantar a viva voz. Todos mirábamos al frente, y cuando desvié la mirada para ver qué hacía Alfredo, lo vi serio, con un esbozo de sonrisa, mientras tarareaba el trozo musical cantado a capella. Apenas terminada la pieza, el hermano se fue apurado y desapareció de nuestra vista. Vi que Alfredo mantenía el aplauso y nosotros no pudimos hacer otra cosa que acompañarlo, hasta que el tenor volvió del pasillo y se inclinó para un saludo estelar y desaparecer rápido hacia un supuesto camarín. Al prolongase el batido de palmas reapareció con gloria y aceptó ante la insistencia del público a realizar un bis.

Para esta fase de la reunión, la madre y las tías estaban presentes.

No era una tertulia ni una de esas reuniones de comienzos de siglo, me refiero a la centuria pasada, en que en salones de la burguesía remedaban ritos de la nobleza decadente que invitaba a un artista a alegrar las cortes empobrecidas.

Tampoco un momento solaz de una escena color cepia en la que disfrutábamos del talento musical, Era una cena de Alfredo, con su madre, tías, hermano, esa extraña novia y sus amigos.

Al fin pudo vender la casa que se venía abajo. La zona era buena, y la casona ocupaba una esquina, toda la ochava, y a pesar del enorme ruido de los colectivos que pasaban por la puerta, debía venderse a buen precio.

La distribución del dinero entre hermanos y la ubicación de las tías en otro domicilio, dejó a Alfredo solo con su madre a la búsqueda de un  nuevo alojamiento.

Consiguió un departamento pequeño de dos ambientes, en el último piso de un edificio de  propiedad horizontal y nos comunicó que estaba satisfecho porque tenía “un muy buen panorama”.

Desde ese momento Alfredo se volvió cada día más sombrío. Debía atender a la madre que padecía una enfermedad que la postraba, y se ocupaba de asearla y darle de comer.

Cuando nos reuníamos los jueves, y hacíamos tiempo en el bar, Alfredo no se acercaba, pasaba a nuestro lado, saludaba serio, y seguía de largo, de largo y corto, porque así como pasaba, volvía y se iba caminando por la vereda.

En nuestras reuniones ya no hablaba, masticaba un chicle que pegaba sistemáticamente en el anverso de la tapa de la mesa de apoyo de mi estudio. Me daba ganas de matarlo cada vez que debía despegar dos o tres chicles acumulados en el mes.

Falleció la madre de Alfredo. Quedó solo en su departamento y quiso organizar otra reunión para mostrar a sus amigos el nuevo habitat. No pude ir porque estaba de viaje.

Nos habíamos visto un jueves en la reunión habitual, y el fin de semana quedó en ir al cine con una de sus amigas. Pero el sábado llamó al hermano para que fuera a su casa porque no se sentía bien. Tomaba una pastillas que le recetaba un psiquiatra de la obra social..

Al llegar su hermano tocó el portero electrico, Alfredo le dijo “ya bajo”.

Cayó sobre el capot de un auto. En su balcón, había dispuesto un banquito para poder llegar más cómodo a la baranda.

Todos los miembros del seminario saben de qué hablo. Más allá de la documentación siempre pausible de mejorar y puntualizar que en lugar de seis eran siete los invitados en su casa, o que su hermano era mayor o menor, esta historia es parte de nuestra historia, como la de otros también, que han teñido de tragedia estos treinta años.

Pero lo curioso es que ninguna de las tristezas que sentimos por nuestros amigos carece de alegría y risas. Ni de Carlos Correas que nos cantaba tangos en medio de nuestras discusiones o que se bebía el mundo en mi casa con una esposa desmayada mientras despedía un aliento que mataba mosquitos, de Alicia que mostraba su extrema severidad con zapatitos rojos con punta aguja, ni hablar del gordo Bruno con sus bermudas atado a una cama por los jefes de la barra brava de Racing. O Gustavo Mallea que con el sida invasor que le llagaba la cara emparchada con pedazos de algodón ensangrentado mal pegados, ingresaba al aula de la facultad de Arquitectura ante el estupor de los alumnos. Después programábamos un salida para el fin de semana para ir a comer a Pedemonte, restaurant tradicional que le gustaba. Hasta los últimos días en que Gustavo se reía gozándome divertido ante  mi pavor en el hospital Muñiz cuando me despedía de él.

Y no sigo a pesar de que hay más.

Por eso esta vida de Alfredo nos fue cercana, y lo ha sido para mi, ya sea estimulándolo hacia la victoria en concursos frente a jurados y candidatos que no le llegaban al pié en formación, y lo hacía a pesar suyo que buscaba un hoyo por el que desaparecer; ni días antes de su suicidio cuando lo llamaba a su casa para preguntarle porque no iba a clase y me respondía que había tenido un problema bastante confuso con el colectivo.

Me habría reído con él si le preguntaba por la toallita que ponía sobre las medias y para tomar sol, para que me dijera si también estaba desplegada sobre la silla a la que se trepó para  saltar. 

Pero su acto fue la realización de un destino y un “no va más” que no nos permitió compartir ese festejo.

………………………

Después de Shakespeare ¿qué? Ingresamos en un mundo para nosotros desconocido, más allá de las pocas lecturas que algunos de nosotros tenía, y mucho más allá de los lugares comunes que la cultura universal trasmite sobre el escritor más difundido de la historia de la literatura.

Por supuesto que no hemos agotado ni agotaremos las posibilidades hermenéuticas de la obra del bardo inglés, que ya sabemos infinitas. Pero comprobamos que podemos hallar elementos para pensar en una escritura que no se da por finalidad elaborar sistemas conceptuales ni encadenar argumentos explicativos.

Hemos transitado por una literatura transitiva pensada para ser puesta en escena, y al mismo tiempo, por un estilo que sólo se aprecia en la lectura. Y hemos sacado provecho del combate interpretativo que existe alrededor de su obra.

Aún faltan disertaciones para completar este ciclo, pero las que hemos escuchado ya han marcado un camino y el mismo ha sido más fructífero que el esperado.

Se acerca el verano con sus meses propicios para la lectura y la reflexión, y el Seminario en su treinta aniversario con un nuevo libro en la calle, puede insistir en su existencia y proponerse nuevos proyectos.

Es decir, invito a seguir. Cuando se llega a este momento, luego de treinta años de sostener una actividad semanal, es inevitable decirse si no es el momento de retirarse. Lo he hecho con el CAF, con la Caja, lo haré en la UBA, ¿por qué no el seminario? Siete libros publicados no es poco.

Sin embargo,  invito a seguir, más allá de que mi ausencia no debería implicar interrupción alguna del trabajo grupal. He soñado en ser un invitado de la platea y venir a veces a presenciar el trabajo colectivo y disfrutar del espectáculo con cierta melancolía y placer por contemplar una obra de la que me sentiría felizmente un alejado fundador.

Son reflexiones de alguien que cumple sesenta y siete años. Sean comprensivos y sepan disculpar ciertas confesiones.

El seminario es un centro de estudios en donde además de tejer lazos de amistad, trabajamos juntos en un ámbito para- institucional. No se cobra, no se expulsa, no se admite de acuerdo a normas, no se piden antecedentes, no se pide más que estudiar.

Todo aquel que ha querido ingresar lo ha hecho. Por una conversación en un bar, un encuentro casual en un ascensor, un cambio de palabras, muchos de los que aquí están y son parte del seminario y han publicado en nuestros libros, se han embarcado en esta nave de este modo.

Ésa ha sido mi idea de un colectivo filosófico desde marzo de 1984. Por eso me da tanto por las bolas cuando veo que hay quienes vienen salteado, aparecen de vez en cuando, se anotan para hablar pero no para escuchar, no se hacen cargo de la ética solidaria de hacerle compañía al disertante con su presencia, o con la discusión, con el interés.

Los pretextos de compromisos, percances, etc, de nada valen. Aquí no hay reglas. El seminario es una fuente en la que bebe quien quiere, mientras tenga sed. Es un trabajo.

Cada uno le da el uso que prefiere. Si lo quieren mencionar o no en su curriculum, si buscan apoyo institucional en sus lugares de trabajo educativo o cultural, para que nuestra labor se expanda, también corre por cuenta de cada uno.

Pero la vida del seminario es la que le dan gente como Lucy o como Jaime, que enfrentan o enfrentaron situaciones límite, como dice Jaspers, y nos han trasmitido que este lugar les es vital, literalmente vital.  

Por eso, en ese sentido, por lo que recibo en este lugar, por el amor que hay,  porque también comparto la necesidad de los recién mencionados, y de otros amigos también, me puse a pensar en qué podíamos hacer, a quién leer, en que nuevo mundo ingresar, en un mundo que nos fuera tan misterioso y bello como el que estamos transitando, un espacio literario tan fecundo como el que nos depara Shakespeare.

Pensé en filósofos pero los nombres que surgían eran opacos, sin brillo, sinuosos, sin el atractivo de lo actual ni la densidad de lo vital, ni el interés de la novedad o el misterio de lo desconocido.

Me dispuse a la espera de un nombre sin pensar en cuál podía llegar a ser. Dejé que de alguna manera viniera. Me gusta el seminario sobre Shakespeare porque nos confrontó con lo inesperado. Nos resultó más difícil domesticar como en otras ocasiones el material con nuestros conocimientos ya adquiridos. Elegimos un autor sinuoso, una máscara detrás de una multitud de máscaras con nombre propio y tan universales como su apellido.

En un instante de suspensión, apareció el nombre de Franz Kafka. Cuando un nombre viene con la fuerza de una certeza ya no se borra más. ¿Por qué Kafka? Cuando la tarea del pensar se realiza, ese trabajo silencioso de lo negativo para usar la lengua hegeliana, hay una dimensión impersonal que no está subordinada al control de un sujeto. No se trata de mística ni de inspiración poética, sino del trabajo del pensar. Se parece al arte de la pesca o de la caza. Hay una atención flotante, un tiempo de espera, una concentración tangencial. Cuando hay pique, no hay nada que preguntarse, inquirir por el sentido, ni quedarse de modo obsesivo a la búsqueda del origen del acontecimiento. Es el momento de enrollar la línea y no de mirar absorto el aparejo.

Es el momento en que el pensamiento bordea la iluminación.

Kafka viene con un mundo, y ha sido partícipe en la configuración del nuestro. Franz Kafka no es ajeno al pensar de nuestro tiempo ¿Quién no conoce la obra de Franz Kafka? ¿Quién desconocía, acaso,  a Shakespeare? Cuando un nombre circula con la familiaridad que instituye la cultura general como éste de Kafka, se generan de inmediato una serie de imágenes aparentemente ineludibles.

Me refiero al famoso universo kafkiano, tan famoso que se ha convertido en un estereotipo, en una gran pavada de sobremesa. Pasto tierno de conferencias, pensamiento jibarizado en un adjetivo, gesto solemne y mueca adusta, debemos rescatar a Kafka de la jaula en la que lo han encerrado.

Dice nuestro nuevo autor: Me hacéis el honor de presentar a la Academia un informe sobre mi anterior vida de mono. Lamento no poder complaceros; hace ya cinco años que he abandonado la vida simiesca. Este fragmento inicial de “Un informe para una Academia” puede resultar un aliciente de una nueva lectura para probarnos a nosotros mismos si somos capaces de vencer los obstáculos de la saturación semántica y de los implícitos que han acartonado su obra.

Este mono tan serio que es Kafka, es recordado por su biógrafo Max Brod como un hombre alegre que compartía sus lecturas en voz alta con sus amigos que reían con él por los dislates que se le ocurrían. Todo estos atributos de comedia, son concomitantes  a otros que ven en su imaginación, el dolor del desterrado, del errante, del hombre sin absolución.

¿Pero quién asegura que podremos salir del lugar común, y quien garantiza que Kafka no sea después de todo un señor parecido a Anthony Perkins que con el gesto nervioso le pregunta sobre un legajo que lleva su nombre a un bedel que lo mira como a un insecto?

Quien sabe.  Propongo esta nueva experiencia que es la de leer a Kafka. A diferencia de Shakespeare, a Kafka le ha sido asignado un rostro, pero tal fijación de una máscara mortuoria que lo presenta como un hijo subyugado, un judío exilado, un checo minoritario, un célibe atormentado, un abogado encerrado, un escritor frustrado…debemos diluirla para no quedar atrapados en muestra propia máscara mortuoria. La de los clichés de las identidades.

Lo que nos lleva a la Viena de fin de siglo de la que Praga es una de sus sucursales. A lo alemán como lengua de civilización. Al judaísmo como identidad polémica. Al sexo como entidad siniestra a la vez que inevitable, un monstruo en acecho que no nos deja dormir. Al celibato como su contracara, que augura soledad y fecundidad. Al amor que cuando viene con el nombre de Padre se convierte en fidelidad y culpa. A la Ley en su inaccesibilidad, protegida por guardianes y cancerberos de edificios fríos, con pasillos largos y puertas falsas. El tema de la verdad, de su imposibilidad, de la necesidad, la fuerza de los hechos. El preguntar y la conveniencia de dejar de preguntar. ¿Qué es un castillo? ¿Por qué está arriba? El funcionamiento del Sistema. La vida como sistema, y la línea de fuga del topo en la madriguera. La literatura como paraíso y ventana hacia un afuera de libertad. A un mundo de seres complicados, excéntricos, en los que el talento, el dolor y la gloria intercambian sus asientos. Los de Franz Werfel, Max Brod, Gustav Mahler, Oskar Kokoshka, Martín Buber, Robert Weisser…o del robusto y fecundo Thomas Mann. Y las historias narradas por esa mujer supuestamente fatal porque enamoraba a hombres también supuestamente fatales, me refiero a Alma Mahler Gropius Werfel, la reencarnación de Lou Andreas Salomé, pero esta vez una compositora frustrada por la genialidad de sus consortes, además de encontrarnos con la impresionante historia de Milena.

¿Qué decir del trabajo que se tomó Primo Levi para traducir “El proceso” al italiano, la historia de un hombre que es arrestado sin que haya cometido delito conocido, él, que en su obra cumbre “Si esto es un hombre”, vivió una situación similar pero ya no en un recinto tribunalicio sino en el campo de exterminio de Auschwitz? Traducción que dice en un breve postfacio de la que emergió como de una enfermedad.

En la “Literatura y el mal” George Bataille en sus elucubraciones sobre la soberanía, le  adjudica a Kafka una toma de posición por el capricho, la chiquilinada, hasta la pendejada despreciada por el hombre de acción, de la robustez y del resultado, representado por su padre.

Maurice Blanchot en “La amistad” no comparte el punto de vista de Max Brod que a veces interpreta las peripecias de Joseph K como la de un hombre desdichado, cuando – sostiene – se trata de un sello existencial que se llama errancia, exilio.

El mismo Blanchot nos dice en su ensayo sobre Kafka que es muy difícil sobreargumentar sus textos porque tienen el rigor de un lógica exhaustiva sobre una nada singular.

Hannah Arendt en un artículo dice que a la máquina burocrática maligna, la sobrevive la vergüenza de la víctima. Vergüenza y humillación son dos temas a meditar en su obra.

Si a Shakespeare no lo hemos encontrado nunca a pesar de nuestra obsesión por la verdad, a un cierto Kafka deberíamos perderlo para comenzar a desconocerlo luego de tanto aparato de captura que lo ha enjaulado en el conformismo interpretativo. Pero nada será más aleccionador que discurrir sobre las interpretaciones psicoanalíticas o cabalísticas, aunque fuere para desentrañar las sobrecodificaciones de una obra como la de Kafka.

A un autor luego de atraparlo, hay que volver a soltarlo, como la pesca a la mosca.

Con la compañía del judío checo alemán, este don nadie del expresionismo marginal, cruzaremos experiencias personales, que nos incita a combinar documentación con imaginación; situaciones de vida con la letra de sus escritos.

Kafka nos lleva a Carlos Correas, a su lectura de la “Carta al Padre”, y a su escrito publicado en la revista La Caja en octubre del 2003 reproducida en la caja digital de mi página web, en el que además de darnos referencias preciosas sobre las lecturas de Benjamin y Canetti, nos cuenta por qué ama a Kafka.

En este escrito dice Correas: “´La condena´ , que termina con el suicidio del protagonista, ocurre un día domingo. El domingo es un día de pausa, de recogimiento, ideal para volverse sobre uno mismo. Pero como está comprimido entre días de trabajo, se hace patente, por lo mismo para el domingo de Kafka, el desorden de la vida interior y el desorden de la vida de aquel a quien el tiempo no le pertenece: enajenación. Digo, a quien no le pertenece el tiempo, y no el ser, o la vida, etc; porque estamos hablando de domingo, de días, de períodos de tiempo. Hay una pesadilla del domingo. Algunos de nosotros la conocemos: vivimos ese instante de respiro como si fuera una pesadilla. Otra pesadilla relacionada con la del domingo es la del despertar (…) Entonces tendremos una pesadilla por partida doble. Los despertares del domingo; momento de horror, que puede desembocar en el suicidio, como en ´La condena´.”

Domingo fue el día en que Carlos decidió – como está escrito en Wikipedia -  arrojarse al vacío.

Franz Kafka también nos conduce a quien, a pesar de ser considerado por Carlos alguien  frívolo y pedante, lo anticipó en su modo de morir, Gilles Deleuze, que presenta a un Kafka de superficies y rizomas en contraposición de otra lectora que frecuentaremos, Marthe Robert, sin haber podido impedir una nueva jerga con la serie de lugares comunes del deleuzianismo; y, para terminar, concluye en Alfredo Tzveibel, que se me apareció al mismo tiempo que Kafka, así, sin mi querer, con el querer del pensar por sí mismo. Como también aparecí yo.

Pero elegí hablar de Alfredo.