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La vuelta de Sócrates

(Texto publicado en “Foucault desconocido”. Editores R.C.Orellana y J.F.Fernández. Universidad de Murcia-España, 2011)

Escribir sobre Michel Foucault constituye para mí un acto de celebración. Festejo haberlo conocido, leído, estudiado, escrito sobre él, y seguir haciéndolo. Hay un mañana con Foucault. Ya lo hubo esta misma mañana cuando leía unas páginas de su curso Le gouvernement de soi y des autres, la primera conferencia en la que habla de la Aufklärung. Rescaté una palabra de las reflexiones del maestro sobre el artículo de Kant: coraje. Le quedaban dos años de vida. Durante este tiempo nos hablará de la Ilustración y de la Parresía. Comienza con el coraje en el siglo XVIII y termina con el coraje de hace dos mil quinientos años. Enlaza con un idéntico valor a los ilustrados y a los cínicos. Junta a Kant con Diógenes. Lindo problema para Jürgen Habermas! En los tiempos que dictaba este curso, el filósofo alemán gastaba toda su tinta en denunciar el protofascismo de los aficionados a Nietzsche, y a los devotos del surrealismo afrancesado. Todos en la misma bolsa: Heidegger, Bataille, Foucault, Derrida, los denunciados como pre-modernos, enemigos de la razón y del progreso. Sólo Sloterdijk podía tener la ductilidad de entender los alcances de esta visión sobre la modernidad en tanto espíritu de disidencia.

Anoté una palabra en el margen del libro: Sócrates. Existe una tradición socrática en la filosofía. Lo dice el mismo Foucault con otras palabras. Señala una tendencia hacia una analítica de la verdad, y otra hacia una crítica de nuestro tiempo. Es cierto que él junta a ambas, de allí su singularidad y la magnitud de su talento. Pero predomina en Foucault su voluntad socrática. Interpela el presente y a los que estamos presentes.

¿Qué nos dice Foucault? Me refiero a qué cosa puede decirnos hoy cuando murió hace veintiséis años. ¿Qué tiempo de duración tiene una palabra filosófica antes de convertirse en un monumento? ¿Qué es lo que estamos haciendo sus discípulos y lectores? ¿Queremos llevar flores a su tumba? Dije bien: discípulos, lo somos los que lo llamamos maestro sin que él lo sepa. Un discípulo no tiene reconocimiento. Nadie ha sido ungido continuador de su pensamiento. Eso es lo bueno de la filosofía, no hay escuelas. Por supuesto que hay necesitados de “creer”, creer en Hegel, los hegelianos, otros en Nietzsche, en Wittgenstein, Agustín, son los que convierten la filosofía en un credo.

“No hay que creer en lo que uno piensa”, dijo Nietzsche, una frase más contundente que la del martillo y la palabra.  

Qué haría Foucault hoy y qué nos diría? Tendría 83 años. ¿Escribiría poemas como su admirado René Char? Recuerdo una clase de Georges Canguilhem en la que nos decía que estaba harto de enseñar y que no veía la hora de jubilarse para irse a pescar.

Foucault murió en el año 1984. Hagamos un recuento de lo que pasó en nuestra historia del presente desde esa fecha hasta hoy, al menos algunos acontecimientos que conmovieron al mundo. La Caída del Muro, y el fin de la historia. Las Torres Gemelas, y el choque de civilizaciones. La burbuja financiera y el derrumbe de Wall Street, fenómeno que no ha encontrado su profeta recursivo, y cuyo significado se pierde ante el desconcierto de sus intérpretes, que temen que aún no ha acontecido lo peor.

De haberlos presenciado, no tendríamos  garantías de la pertinencia de sus análisis. No es fácil ser periodista ni comentador de actualidades. Paul Veyne cuenta que a Foucault lo atraía el periodismo. Pero no es una  profesión apta para todo público. El profesor Foucault era distante y amable. El escritor Foucault era preciso y clásico. El periodista Foucault era entusiasta. Lo vimos con sus notas sobre Khomeini. Sus envíos desde Teherán muestran que tenía simpatía por líderes moderados como Shariat – Madari o el sociólogo Ali Chariati (Michel Senellart, “Situation des cours” in Michel Foucault, Securité, Territoire, Population). Pero imbuído como estaba en sus pensamientos sobre la diferencia entre espiritualidad y filosofía, y las técnicas de sí de la cultura antigua, vió en Irán y en su movimiento político religioso, una muestra de entusiasmo revolucionario. Un modo en que la subjetividad estaba en juego para escándalo de la versión gestionaria e  higienista de los políticos europeos.

¿Qué conejo hubiera sacado de la galera para ir a contracorriente de las voces dominantes de la época y marcarnos nuevas líneas de pensamiento? Una vez agotada la vertiente de la ética tal cual él la entendía, después de trece años de cursos en el College de France poniéndonos al día de sus búsquedas teóricas, una vez que publicó esos libros “que se debía” a sí mismo sobre el uso de los placeres y el cuidado de sí, ¿qué más tenía para decir?

Recordemos que Foucault no cumplió con el plan que había anunciado públicamente de una serie de libros sobre la historia de la sexualidad. Era un programa de investigación que continuaba la temática sobre el poder y el saber. Lo interrumpió y dejó de publicar ocho años. Un largo tiempo para quien irrumpía con sus escritos con obras inesperadas y de gran repercusión. En una conocida entrevista confesó que no quería escribir de acuerdo a un programa cuyas coordenadas le eran familiares. Se aburría. Se escribe sobre lo que no se sabe –nos dijo Gilles Deleuze – y él sabía demasiado lo que iba a escribir.

¿No habría pasado algo semejante con sus preocupaciones sobre la ética, las tecnologías del yo, la escritura de sí? Esos temas que aún nos ocupan y de los que seguimos hablando, ¿no habrían sido ya material de descarte de un Foucault abstraído en vaya a saber qué otros menesteres?

No hablo de sus reflexiones sobre la biopolítica, porque aún en vida la despachó harto que estaba de que lo tomaran por un predicador de desastres. 

Los muertos no hablan, hablan los libros. Me doy cuenta de que a Foucault me lo vuelvo a encontrar y mantengo la disposición de lectura y escucha de hace décadas. Parece que no me hace tanta falta que esté vivo. Digamos que Foucault es Foucault, y no hay otro más que el que ya existió.

Me quedo en silencio y escucho la voz del maestro. Hasta me parece oír su timbre de voz cuando leo sus cursos. La prosa escrita que reproducen sus clases mantiene la oscilación y la incertidumbre de alguien que habla frente a un público. No son las oraciones meditadas y serenas de sus últimos escritos. En ellos se manifiesta alguien que cosecha lo sembrado. En sus cursos busca surcos de fertilidad para depositar nuevas semillas.  

Foucault habla de Kant. En un libro que escribí hace veinte años quise comprender como un filósofo que había publicado La historia de la locura en la época clásica, lanzaba al mundo pocos años después Las palabras y las cosas. Era demasiado corto el tiempo para atravesar una conversión semejante. La erudición era pasmosa. Pero su enciclopedismo estaba presente en ambos textos. Foucault era hombre de bibliotecas públicas. De la locura al lenguaje. El cambio brusco de puntos de vista y de centros de interés llamaba la atención sobre este proceso de metamorfosis autoral. Recorrí sus escritos en revistas sobre el lenguaje y la literatura. Reconstruí la estela que dejaba por sus sucesivos exilios. Sus conferencias de Túnez. El acercamiento a la gente de Tel Quel. Poco a poco el diagrama mostraba los pliegues marcados y el espacio vacío se llenaba con algunas formas.

Entendieron bien los que en su momento condenaron el libro por su antihumanismo. Las críticas que algunos hicieron acerca de detalles bibliográficos relativos al siglo XVI o XVII, son parte de los buscadores de minucias como José Merquior que con la ayuda del profesor de la universidad de Illinois George Huppert, descubrieron que en el año 1572, Petrus Ramus escribió un tratado racional y empírico en medio de la episteme de la semejanza, y tres años después Pierre Belon llevó a cabo una clasificación de ciento setenta pájaros con lo que se anticipaba a la mathesis universalis cartesiana. Con eso se daban  por satisfechos y creían desmerecer la periodización de Foucault. Hay descubrimientos  que permiten a los enanos subirse a los hombros de un gigante para disfrutar del panorama

Los que sí comprendieron lo que estaba en juego en esta arquelogía de las ciencias humanas, que subtitulaba el texto, - más allá de los citados detectives y patentadores de gadgets -  -  son los que se fijaron que el libro se aceleraba en los capítulos IX y X  y explotaba con la “muerte del Hombre”.

Ése sí que era un anuncio bien meditado. Foucault sabía a quien se enfrentaba. También estaba al tanto de las consecuencias de este asesinato Louis Althusser, que arremetía con sus escritos “teóricos” contra el humanismo marxista. Pero el emprendimiento foucaultiano no se restringía a una pelea entre marxistas que se acusaban entre sí de variados ideologismos, sino que se proponía un diagnóstico sobre el estado de la filosofía contemporánea.

Por eso vuelvo a Kant.  Lector tardío del filósofo de Könisberg, atribuyo mi tardanza a filósofos como Foucault y Deleuze que me sedujeron con la prédica que sostenía que no se podía ser kantiano y nietzcheano a la vez. O uno o el otro. Nada de disyunciones inclusivas. O el martillo o el tribunal, o la verba encendida o el equilibrio entre facultades. No me di cuenta de que Foucault le dedicó a Kant muchas más horas que a Nietzsche, y muchas más palabras.

En la Biblioteca du Seaulchoir buscando manuscritos en el Centro Foucault, encontré a fines de los ochenta su tesis complementaria a la presentada para el doctorado sobre la locura, Introduction a l’Anthropologie Pragmatique de Kant, hoy editada por Vrin. Luego aparece nuevamente Kant en el capítulo “El Hombre y sus Dobles” de Las palabras y las cosas, vuelve a ser comentado en el curso mencionado sobre el gobierno de sí y de los otros, y por último es objeto de su pensamiento en su artículo “Qu’est ce que les lumières” de 1983, es decir casi un cuarto de siglo después que su primer escrito.

Me referiré a su posición respecto de Kant y los efectos que me provoca su reflexión. Desde mi punto de vista Kant produjo una ruptura en la historia de la filosofía que ha determinado su futuro. En el momento en el que al fin acometí mi lectura del filósofo, tarea discontinua y selectiva, encontré en la Dialéctica Trascendental, no el fin de la metafísica, sino el comienzo de una nueva, a la que le doy una bienvenida. Estimo que la filosofía sin metafísica es un quehacer  triste.

No soy especialista en Kant, y lo que digo bien puede haber sido pensado por otro y hasta ocupar un lugar en común en los cientos de comentarios que ha merecido su obra. Afirmar, como lo hace el filósofo crítico, que pensar y conocer no son lo mismo, que la estructura de la razón plantea interrogantes que el entendimiento no responde, que hay preguntas inevitables que no pueden ser respondidas…es algo extraordinario.

Si de acuerdo a Karl Jaspers, la filosofía irrumpe con una serie de “estados de ánimo” situados históricamente,  como el asombro aristotélico, la duda cartesiana, y las situaciones límite, noción elaborada por la filosofía existencial, deberíamos atribuirle a Kant un nuevo estado de ánimo propulsor de pensamiento filosófico. El “¿por qué algo más bien que la nada” de Leibniz, retomado por Heidegger, está cerca del asombro antiguo, no es por ese lado que encontraremos alguna pista de una novedad metafísica.  La intromisión kantiana tiene que ver con la palabra “finitud”.

Finitud es no poder. Lo entendieron así los pertenecientes a una rama de los numerosos descendientes de Kant: los idealistas alemanes y los románticos. La imposibilidad de acceso al infinito, permite la emergencia de una nueva consolación de la filosofía: el absoluto. La consciencia desdichada hegeliana es su expresión conceptual más acabada.  La finitud es lo que también subyace en el salto kierkegaardiano que hace de la fe un acto y una decisión. Es en la misma fábrica del sin sentido que se juega el valor del creyente. No deja de repercutir la idea de finitud en la Muerte de Dios anunciada por Nietzsche.

Kant al anunciar que la estructura de la razón engendra sueños, y que la ficción es la secreción que destila el mismo movimiento de la verdad, sienta las bases de una larga cadena de elaboraciones que nos son familiares.

Sostener que nos es inevitable interrogarnos sobre el origen del ser, sobre la unidad de sentido de la totalidad del universo, y sobre la inmortalidad de lo viviente, y aseverar que estas preguntas al no ser pasibles de experiencia alguna, no pueden ser respondidas por la ciencia, sitúa a la filosofía en el terreno que habitaba desde su nacimiento histórico: entre la religión y la ciencia, distante de ambas, tan necesaria y arbitraria como ellas.

La filosofía demarca su territorio. Uno es la “polis”, es decir la política, la vía socrática de interpelación a los pares sobre los asuntos comunes en abierto desafío a la autoridad. La otra es la metafísica, la vía platónica – que separo de la socrática – que hace de la filosofía la educación del alma y la conversión del sujeto a una vida mejor.

La Dialéctica Trascendental retoma esta preocupación metafísica, que amplía con la Crítica de la Razón Práctica, en la que lo incondicional  que define el acto moral exige una ausencia total de la sensibilidad, un cero patológico, como lo llama Kant. El único sentimiento que permite, al tener que resignarse a un mínimo de satisfacción por el cumplimiento del deber, es el del “respeto”, atributo sólido que dignifica a quien se somete a la Ley. Y que pierde a quien interroga en demasía: Kafka.

La revolución kantiana, interpretada de este modo, es la que critica Foucault en su tesis complementaria, y sienta las bases de su escrito futuro sobre el universo del lenguaje. Su propósito es mostrar que el proyecto kantiano, tanto el crítico, como el de su antropología, fue capturado por una filosofía regresiva, precrítica, que anula la positividad kantiana.

La finitud no es impoder, por el contrario, para Foucault, la filosofía de la finitud es poder. No el poder político, sino el poder de la creación de las formas. En Kant los límites del conocimiento no dejan un resto melancólico, una nostalgia de  plenitud, sino un vacío de libertad cuyos contornos serán dibujados por la receptividad de la intuición, el uso del entendimiento y la argamasa que cimenta la imaginación.

Las ficciones generadas por la misma estructura racional, sus inevitables ilusiones, fueron convertidas por una antropología filosófica en una verdad que busca un nuevo sujeto: el Hombre. La tarea de la filosofía en su vertiente actualizada en la fenomenología, y su versión trágica en la filosofìa existencial, ha producido un nuevo humanismo, ya no el del poder del hombre renacentista con sus cualidades de mago, sino un hombre a la búsqueda de su esencia en un universo de pérdidas y errancias.

La filosofía de la libertad y del absurdo, convirtieron a la finitud, en la historia de un caballero de la triste figura, esta vez sin Sancho, solo y desamparado ante un Dios ausente.

Foucault es parte en los años sesenta de una arremetida contra el existencialismo sartreano que condensa con su filosofía de la libertad y del compromiso, la tradición fenomenológica, y se expresa con materiales de un fondo melancólico, mortecino, en el que el todo de la vida se reduce al hombre, al problema de la alteridad, a una antropologización asfixiante de la existencia, a una absoluta incomprensión de las cosas, como anunciaba Alain Robbe Grillet en su ensayo anticipatorio Por una nueva novela.

¿Pero qué son las cosas sino signos? El anuncio rimbombante de Las palabras y las cosas, de que a partir de los trabajos de la etnología, la lingüística y el psicoanálisis, se estaba en vísperas de la creación de una Ciencia General de los Signos, manifiestan un nuevo optimismo de la razón. Foucault confiesa ser un positivista feliz. El saber es una promesa de felicidad. No se trata de una idea de progreso y de maduración espiritual. Es una felicidad sin redención, nacida de la finitud y de la muerte de Dios. Fruto del “gay saber”, del goce de la metamorfosis de la voluntad de poder. Dice en los dos últimos renglones de su estudio sobre la antropología kantiana: “La trayectoria de la pregunta (kantiana) Was ist der Mensch (Qué es el Hombre) en el campo de la filosofía, culmina en la respuesta que la rechaza y la desarma: der Übermensch ( el Superhombre).

¿Cómo es posible imaginar – vuelvo a preguntar - que Foucault quizás se hubiera cansado de sí una vez más, al tiempo que nosotros, sus lectores, seguimos comentándolo un cuarto de siglo después de su muerte?.

En parte esta vivacidad se la debemos a sus editores que nos han entregado los cursos inéditos de una riqueza exuberante que completa sus dos últimos libros. Por otro lado, François Ewald y Daniel Defert, han recopilado en sus Dits et Écrits, sus escritos dispersos que no fueron publicados en la forma de libro. Son cuatro libros voluminosos de un material precioso. Además, hemos vivido en el misterio en cuanto a un libro terminado salvo pocos detalles: Les aveux de la chair (Las confesiones de la carne), que ahora dicen que ha sido destruído por voluntad del testador.

De todos modos gracias a sus cuatro conferencias en Bélgica sobre la confesión, “Mal faire, dire vrai”,  (Foucault y la ética, comp. Tomás Abraham, edit. Letra Buena 1990), a sus escritos sobre Casiano y los cursos, nos hemos hecho una idea de lo que buscaba en aquel cristianismo.

De estos trabajos aparece esta noción multiplicadora de significados: veridicción (wahrsagen, alethurgía, dire vrai). Foucault nos dice que siempre se ocupó del poder y de la verdad. Define la filosofía como la política de la verdad. Nos ha enseñado que la verdad no tiene estatuto de tal si no cumple una función de autoridad. Lo ha hecho desde su conferencia inaugural en el College de France, publicada en L’’ordre du discours. Allí traza un recorrido en el que rinde homenaje a su mentor Georges Canguilhem que afirmaba que sólo se podía discriminar lo verdadero de lo falso desde un sitio de legitimidad, a un estar “en la verdad”. Si no pertenece a este lugar que autoriza la validación de la prueba, lo afirmado es reenviado a la dimensión del absurdo. Los casos citados por Foucault, los de Semmelweiss y Mendel, muestran que no fueron ignorados y excluídos del paradigma de cientifidad de la época por estar equivocados, por sus errores, sino por su insensatez, por estar afuera del marco de comprensión dictaminado por las autoridades del saber vigentes en ese entonces.

Foucault ha sumado su pregunta, o inquietud, a la serie de estados de ánimo que hemos nombrado de acuerdo a Jaspers como generadores de filosofía. Nos dice que en lugar de asombrarnos ante el ser, de que “eso” sea lo que es y de que haya un Uno que mantenga al todo junto, podríamos sorprendernos de que haya verdades.

Lejos está Foucault del lugar común de la filosofía que califica al filósofo como un buscador de la verdad. Propone otra vía. El filósofo interroga a quien dice hablar en el  nombre de la verdad. Al que pondera sus dichos con el peso de un juicio que se autoriza desde un referente universal. En Historia de la locura,  nos habla de “referencial”, un soporte nominal por el que se cruzan discursos históricos que lo aluden para concatenar los enunciados. Por eso nos dice que la locura es algo aunque no sea una cosa. Ese algo es el correlato – otra palabra kantiana – que se desplaza de la insensatez a la demencia precoz. 

Sorprendernos ante lo evidente, rasgar la tela de la rutina, del hábito y de la repetición. Cuando le preguntan sobre su posición respecto de la lucha por los derechos de las minorías sexuales, dice que en cierto modo, el asunto lo deja indiferente. Lo que a él le sugeriría un cambio no es el reconocimiento de la pluralidad de las tendencias sexuales, ni la aceptación de su carácter cultural, ni la legalización del matrimonio gay, sino que se rompa la soldadura que une la búsqueda de identidad con la sexualidad. El día, dice, en que a nadie le importe lo que cada uno hace con su sexo, en que no se crea que se sabrá algo del orden del sujeto y de su secreto personal, a partir de su uso de los placeres, finalmente, el día en que la “ciencia sexualis” pierda sus blasones de predicadora de  verdades, entonces, considera que algo sí habrá cambiado.

Para colaborar con el efecto sorpresa ante la evidencia que nos presentan las polaridades que se debaten alrededor de las identidades sexuales, traza un proyecto genealógico y escribe una historia del presente que desplaza el problema. La historia de las confesiones en el cristianismo marca el punto de inicio en que se enuncia un tipo de veridicción característica de una hermeneútica infinita en la que el sujeto se piensa a sí mismo a través del laberinto del deseo.

En la relación establecida por la confesión individual, remarca el costo de enunciación del ritual confesionario. Hay un poder que se distribuye y un precio que se salda. Las veridicciones, los modos que la verdad se enuncian y se legitiman, tienen una historia paralela a lo que llama las “juridicciones”, las formas en que se establece la justicia. Recordemos sus conferencias en Brasil publicadas con el título La verdad y las formas jurídicas

Foucault estudia en los modos de producción históricos, las prácticas sociales, materialidades discursivas, las formas legibles y visibles, - como dice Deleuze -  en que se despliega la voluntad de verdad. Ya sea el enigma oracular, la parresía cínica, la ironía socrática, la escritura de sí estoica, la confesión cristiana, la ordalía medieval, la encuesta inquisitorial , la semejanza entre mundos del Renacimiento, el método y el orden cartesiano, la intensidad y la sinceridad romántica, el método experimental, el argumento demostrativo, la dialéctica especular, el paradigma pictórico, la lengua algorítmica, todos estos manifiestan no una verdad sino un decir que se reclama de ella.

Analizar los juegos de la verdad, en los que lo cierto y lo falso despliegan sus rectitudes y desvíos, conectarlos a formas de vida históricas en las que se entabla una batalla interpretativa, no deja de ser una resonancia del proyecto genealógico del que hablaba Nietzsche.

¿Qué es la historia del presente? En lo tiempos en que volaban las cenizas dejadas por la fogata del mayo francés, en la universidad de Vincennes, en la que era director del departamento de filosofía, Foucault comenzó su primer curso, “Historia de la penalidad, historia de la sexualidad”, a partir de un análisis de las utopías sexuales ilustradas  con una primera referencia a Wilhem Reich. Le agregó comentarios sobre Herbert Marcuse. No los atacó de frente,  sino con el rodeo de un programa de investigación que culminaría pocos años después con La voluntad de saber Vigilar y castigar.

Foucault se enfrentaba al utopismo de mayo del 68. Para ese propósito sienta las bases teóricas de su crítica a las ideas de liberación sexual. Recuerdo que para dar un ejemplo de época, nos habló del Club Mediterranée, oasis paradisíaco, en ese momento novedoso, de sueños de erotismo a la intemperie.

Propone recorrer la historia de la sexualidad fuera del esquema represión-liberación. Muestra la increíble inventiva del pensamiento labrado en Occidente acerca de ese objeto fabricado llamado sexo, en el que se espera descubrir una de las claves de la condición humana. Lo hace como ya lo había hecho Nietzsche en su Genealogía de la moral, al afirmar que los hombres han ideado sistemas de crueldad de la más variada fantasía, que por intermedio de los juegos de la memoria y de su inscripción corporal, hoy nos parecen naturales e incuestionables. Se elimina así el factor sorpresa y nada queda por preguntar.

Lo mismo hará Foucault en su estudio casi paralelo al anterior, sobre los modos históricos del castigo. El modelo de la prisión no ha sido cuestionado, y su persistencia se  justifica por un progreso respecto de anteriores formas de penalización.

Se puede leer su libro sobre las prisiones de distintos modos. Hay un periodista argentino, conductor de programas de televisión y  radio en el formato Magazine, que dice que Foucault es un filósofo que quería cerrar las escuelas y abrir las cárceles. En tiempos en los que los problemas del delito y la inseguridad son prioritarios en países con poblaciones que viven en la marginalidad y en los que en los centros urbanos se dan situaciones de delitos graves, presentar a un filósofo de esta manera, no dispone a crear en la masa mediatizada simpatía alguna.

Pero con Foucault pasa a veces lo mismo que sucede con Nietzsche. Hay que aclarar las cosas y desanudar los embrollos. Que no todo es poder, que no se trata de que las tecnologías del yo constituyan una regresión hacia lo privado en tiempos de reflujo político, que sus estudios “arqueológicos” no son una nueva forma de hegelianismo por el que las ideas determinan a la historia, que la muerte del Hombre no es la muerte de los hombres, que el análisis de la biopolítica no es una entrada al infierno para jolgorio de savonarolas de izquierda, que el cuidado de sí no es una ideología para dandys, que las aficiones sexuales de Foucault no son el mensaje oculto de sus obras como pretenden lombrosos de cátedra, que el maestro no es un posmoderno, new age, relativista, nihilista, frívolo, provocativo sin medida, etc, etc.

Entre foucaultianos y antifoucaultianos, las fricciones aún producen chispas. Y deben hacerlo. Foucault revolucionó a la filosofía. Los grandes filósofos lo han hecho. Por eso los admiramos. Bien lo dice Deleuze cuando manifiesta su admiración por filósofos que van a contracorriente de sus pulsiones epistémicas. Los filósofos son compositores de ideas como los músicos lo son de sonidos. Por supuesto que las palabras no son sólo sonidos, sino que vehiculizan representaciones y son acciones. Las palabras, y por la tanto, las ideas, tienen valor. Se entrometen en nuestro archivo de conductas, nos modifican, les ofrecemos resistencia, en suma, no son inocentes como, aparentemente,  lo son lo sonidos.

Componer ideas es una tarea filosófica. Los filósofos llamados clásicos, es decir todos aquellos que son nombrados en las historias de la filosofía, de Platón a Heidegger, pasando por Descartes y Kant, y todos los inevitables de todos los tiempos, han pensado su presente absoluto. No han escrito papeles póstumos. Salvo el extraño señor Nietzsche que esperaba otra humanidad al tiempo que no dejaba de hablarles a los alemanes. Lo póstumo también puede  ser parte de una estrategia de escritura. Todos han pensado su tiempo, aún los especialistas en miradas de águila.  No son ideólogos al servicio de intereses inconfesos, a merced de comentaristas que invierten su tiempo en los placeres de la sodomía verbal. Nos dicen que con Platón se legitima el totalitarismo, con Descartes comienza la destrucción de la naturaleza, con Kant el orden burgués, con Hegel el despotismo, con Heidegger el ser en tiempos del nazismo, con Foucault la tecnocracia y el relajo de saunas…en suma, les meten por detrás el secreto sucio, y ellos, los magnates de la sospecha, se la meten por detrás a todo el mundo.

Al menos en mi país este juego de Marqueses sin tocador es practicado con insistencia.

Dije que Foucault revolucionó a la filosofía, Paul Veyne escribía que había revolucionado a la historia. Hay algo de la “enquête” en su pensamiento. Dice ser archivista. Junta documentos. Desempolva pergaminos. Insiste en que los filósofos deben aprender del trabajo efectivo de los historiadores y abandonar en el desván de las reliquias a la filosofía de la historia.  Es un gran escritor a pesar de no ser un escritor. Es difícil no apreciar su estilo en obras como Las palabras y las cosasLa voluntad de saberEl uso de los placeres. No es escritor, no se reconoce en ese oficio. Sucede que los filósofos también escriben, pero no sólo eso. Son estudiosos. Llevan a cabo variadas tareas con la palabra. En Foucault se lo ve con claridad. Sus cursos, sus textos, las entrevistas, los artículos, conferencias. Todo pasa por la palabra, queda fijada en una pantalla, papel, grabador de sonidos, de imágenes. Escribir es un medio para seguir pensando, y pensar para escribir.

Termino con estas palabras de Maurice Blanchot, de su libro Foucault, tel que je l’imagine, en el que en su último renglón recoge una frase de Diógenes Laercio que a su vez cita a Aristóteles: Oh, amigos míos, no hay amigo.